Javier García Fernández-El País
Con discreción, PP, PSOE y Ciudadanos deberían empezar un diálogo sobre la reforma de la Constitución. Sería aconsejable introducir un artículo que permita al Gobierno adoptar medidas extraordinarias en caso de crisis como la de Cataluña 
 

En las sesiones que celebra la Comisión del Congreso sobre la reforma del modelo autonómico se percibe que los comparecientes más próximos al Partido Popular rechazan reformar la Constitución invocando la inexistencia de consenso para esa reforma. Nada nuevo porque el partido conservador lleva muchos años difundiendo lo que es una profecía autocumplida.

Además de un pacto político, una Constitución es una norma jurídica que, como todas las disposiciones normativas, debe adaptarse a los cambios sociales de cada momento. Si todavía está vigente el Código Civil que data de 1889 es porque ha sido reformado más de cincuenta veces y la propia Ley Orgánica del Tribunal Constitucional de 1979 ya ha sido modificada en siete ocasiones. Es lo propio de cualquier ordenamiento jurídico dinámico: la Constitución francesa se ha reformado más de veinte veces, la italiana en diecisiete ocasiones y la Ley Fundamental de Bonn en más de cincuenta.

¿Tiene sentido considerar intocable la Constitución como si fuera el cuerpo incorrupto de un santo? Hace algunos años, en 2011, Óscar Alzaga se refirió a la notoria incapacidad de lograr en treinta años la reforma constitucional y en 2018 seguimos igual. Digamos de entrada que nuestra Constitución es un buen texto jurídico y contiene un mejor acuerdo político. Por eso no sería necesaria una reforma completa porque al “régimen del 78” le queda mucha vida y, sobre todo, sigue descansando en un consenso sólido. Hay títulos como el II (la Corona), el IV (el Gobierno) o V (relaciones Cortes-Gobierno) que necesitan muy pocos cambios. Por ejemplo, el Título II es un muy buen Título en el que se debe cambiar la preferencia del varón sobre la mujer en la sucesión al Trono y poco más. Y en el Título IV sólo se debería reformar el último apartado del artículo 99 para que no haya que disolver las Cortes si no hay candidato a presidente o todos fracasan en la investidura, atribuyendo quizá la presidencia del Gobierno al candidato del grupo parlamentario más numeroso.

El Gobierno aduce que no hay consenso para la reforma; pero lo habría si el PP aceptara negociar

Pero sin necesidad de cambiarla de arriba abajo, la Constitución precisa algunas reformas: la citada preferencia del varón en el orden de sucesión; las atribuciones y composición del Senado; la referida posibilidad de atribuir la presidencia del Gobierno al partido que disponga de más escaños sin necesidad de celebrar nuevas elecciones. Además, un artículo que permita al Gobierno adoptar medidas extraordinarias si se da una crisis constitucional, como el artículo 16 de la Constitución francesa, pues el artículo 155 no está pensado para las grandes crisis del Estado (Javier García Fernández: Crisis constitucional y artículo 155, EL PAÍS, 3 de octubre de 2017), etcétera. Y por supuesto, un nuevo Título VIII que cierre definitivamente el sistema autonómico y reordene las competencias estatales y autonómicas, lo que no significa atribuir más competencias a las comunidades autónomas, como piden algunos líderes locales que hablan de agotamiento del modelo. También habría que retomar los restantes temas que contenía la fracasada reforma suscitada en tiempos de Rodríguez Zapatero (referencia a las comunidades autónomas existentes y a la Unión Europea).

El Gobierno y su partido aducen que no se puede intentar una reforma sin consenso, pero habría ese consenso si el Partido Popular aceptara hablar de la reforma. Sabemos que Podemos quiere cambiar el “régimen del 78” y sólo aceptaría una nueva Constitución conforme a su ideología populista mientras que los independentistas catalanes sólo van a aceptar la secesión. Luego, hay que plantearse un nuevo consenso constitucional que pasa por quienes desean mejorar la Constitución, no con quienes quieren destruirla. Ese consenso pasa por el Partido Popular, PSOE, Ciudadanos y quizás por el PNV. Con eso es suficiente. No se puede buscar el consenso de 1977-1979 porque entonces se trataba de crear un sistema político de la nada (hasta hubo que traducir precipitadamente el término consensus que en la ciencia política anglosajona tenía un sentido algo diferente) y ahora se trata de reformar un sistema legítimo, plenamente asentado dejando extramuros a quienes quieren liquidarlo (Podemos y los secesionistas que convergen en el mismo objetivo).

En las comparecencias parlamentarias se ha llegado a sugerir la idea de una mutación constitucional, conforme a la doctrina compendiada por el jurista chino, doctorado en la Alemania de Weimar, Hsü Dau-Lin. Pero lo característico de las mutaciones constitucionales es que sólo se reconocen cuando se han producido, siendo difícil programarlas y acordarlas. Además, sin ser muy numerosos, los preceptos constitucionales necesitados de reforma están dispersos a lo largo de todo el articulado, por lo que es imposible aplicar tantas mutaciones como preceptos a reformar.

Es necesario modificar la preferencia del varón en el orden de sucesión y las atribuciones del Senado

Un problema adicional que comporta la reforma constitucional es la necesidad del referéndum. Reformar los artículos del Título Preliminar, de parte del Título Primero y del Título Segundo (protegidos por el procedimiento agravado de reforma), requiere disolución de las Cámaras, nuevas elecciones y referéndum. Pero Podemos exige referéndum aunque no sea una reforma agravada y tiene diputados suficientes para solicitarlo. Luego, el horizonte temporal es el final de la legislatura, pues de no hacerse así nos pondríamos en 2024.

La crisis del independentismo catalán tardará en resolverse porque costará tiempo que dos millones de personas comprendan que el Estado democrático es más sólido que sus quimeras. Por eso, mientras prosigue la guerra de guerrillas de los secesionistas, conviene mejorar el modelo constitucional que solo necesita reformas parciales y no sustanciales. Porque si en el contexto de una reforma constitucional cerramos definitivamente el modelo autonómico, el Estatuto de autonomía catalán podrá acomodarse a un modelo más pensado, menos coyuntural y quizá menos frívolo que el vigente.

Se podría haber hecho en 2006, cuando se aprobó el Estatuto actual, pero entonces nadie paró los experimentos estatutarios de un grupo de iluminados que quisieron crear un nuevo orden jurídico catalán sin cambiar la Constitución. Ahora tenemos tiempo hasta 2020: con discreción, deben empezar a dialogar Partido Popular, PSOE y Ciudadanos. Pónganse de acuerdo en cuestiones que no transmutan el modelo político de convivencia y, una vez acordadas, ofrézcase la reforma a los ciudadanos.

Javier García Fernández es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense de Madrid.