Educar es, ante todo, ‘amaestrar’ a la bestia dentro de la cual nacemos. Y el honor de ser hombre está sólo en la desesperante sabiduría de que nunca veremos marchar esa bestia. Pero amaestrar es duro, antipático, reprimir. Los pedagogos inventaron el arma más mortífera: ‘educación no represiva’, ese oxímoro. Y abrieron el horizonte de un mundo a la medida de nuestros monstruos.
Tres críos, en Sevilla, han hecho zozobrar todas las minuciosas convenciones que separan a una sociedad de una horda asesina. Ninguno llega a los veinte. Detenidos muy pronto, confesos enseguida, un mes de detención no ha servido siquiera para fijar la constancia de lo que han hecho. Pocas veces el desasosiego toca zonas tan hondas de este abismo: el alma humana. Todo cuanto sucede es síntoma. De algo devastador. ¿Qué hemos hecho para que sujetos apenas iniciados en el aprendizaje de la vida hayan blindado ya una maestría en el mal tan firme?
No hay hombre del siglo XX que pueda sorprenderse ante lo primordial del mal en la mente humana. Porque lo acontecido en la primera mitad del siglo poco tuvo que ver con el concepto clásico de la guerra. Y todo con la emergencia de cuantas determinaciones permiten poner en acto aquella crueldad que habita en los pliegues más oscuros de la mente humana. La que no siempre consigue hallar tiempos propicios al despliegue. La grandeza de Freud, la que aún hoy asombra a aquel que de verdad sepa guardar la serena lucidez necesaria para afrontar sus más duros hallazgos, reside en eso: constancia de que las ilusiones, sobre las cuales alzó el siglo diecinueve sus cálidos ensueños de progreso no resisten el choque de lo real; ni el del análisis. «Nos decíamos que las grandes naciones europeas, a las cuales se sabía al cuidado de los intereses mundiales y a las cuales se deben los progresos técnicos, tanto cuanto los más altos valores culturales, artísticos y científicos», habrían puesto coto a la tentación primitiva de lo bestial; que «habían prescrito al hombre elevadas normas morales, a las cuales ajustar su conducta»; que habían consumado, al fin, el ideal de «una amplia autolimitación y una acentuada renuncia a la satisfacción de los instintos». Era una fantasía. El siglo que empezaba iba a traer una lección desgarradora a los ingenuos creyentes en un mundo de sopesadas racionalidades. Nunca se mató tanto. Nunca la crueldad alcanzó cotas comparables. En el fondo, concluye el maestro vienés, era de lógica: un animal predador no puede hacer de sus hallazgos más uso que aquel que está grabado en lo hondo de su código genético. Se precisa todo el coraje conceptual de Freud para dar fórmula a una constancia tan demoledora para nuestra especie: «Lo que ningún alma humana desea, no hace falta prohibirlo, se excluye automáticamente. Precisamente la acentuación del mandamiento No matarás nos ofrece la seguridad de que descendemos de una larguísima serie de generaciones de asesinos, que llevaban el placer de matar, como quizá aún nosotros mismos, en la masa de la sangre». El predador hablante es constreñido por reglas, normas, disciplinas, que superponen a la crueldad primera un blindado sistema de limitaciones: la moral y el saber son eso. Represivos. Por definición. Porque educar es, ante todo, «amaestrar» a la bestia dentro de la cual nacemos. Y esa bestia no se extingue nunca. Y el honor de ser hombre está sólo en la desesperante sabiduría de que nunca -nunca- la veremos marcharse, que estará siempre al acecho y sólo morirá cuando muramos nosotros. Pero amaestrar es duro; antipático, reprimir. Los pedagogos, en el siglo veinte, inventaron el arma más mortífera. La llamaron «educación no represiva», ese oxímoro. Y abrieron el horizonte de un mundo a la medida de los monstruos. Nuestros monstruos.
¿Despertaremos alguna vez del sueño del culto a la infancia, al cual algunos preferimos llamar pesadilla?
Gabriel Albiac, ABC, 23/3/2009