José Luis Zubizarreta-El Correo

  • Sería un orgullo para un político poder negar mañana a sus hijos que sea él la amarillenta figura que aparece en la foto que reproduce el tiempo actual

Es convicción compartida que la política que se hace en el país ha sufrido un serio deterioro. Tan es así que quien hoy preside el Gobierno se ha creído en el deber de proponer un programa de regeneración democrática para sacarla del atolladero en que se encuentra atascada. Pero, sin recurrir a este argumento de autoridad, quienquiera que tenga el gusto o el valor de asomarse a una sesión del Congreso comprobará que el razonamiento y el debate han sido suplantados por el improperio y el insulto, las preguntas se eluden sin respuestas y el aplauso o abucheo obedece más al papanatismo borreguil que al acuerdo o desacuerdo con lo que en la tribuna se dice. Baste este brochazo, junto con los que podrían trazarse de la basura de la corrupción, así como de las palabras y los silencios que aquella provoca, para que el lector entienda lo que pretendo describir y me conceda su asentimiento. No me extenderé, pues, en ello.

No se trata de repartir culpas ni de comparar responsabilidades entre los diversos actores. Si en algo quiero, por el contrario, insistir es en que, tras este casi medio siglo de turnismo democrático, en el que el bipartidismo se ha visto acompañado, cuando de apoyo ha requerido, de variables compañeros de viaje, no hay ya error que hoy cometa el uno que el otro no haya cometido ayer. El más común de todos, y el que más grave deterioro causa, ha consistido en la pertinaz apropiación de las instituciones del Estado por parte de los Gobiernos del turno. El ejemplo más reciente lo ilustra el decreto ley que acaba de anunciarse para reformar el Consejo de Administración de RTVE. Pero, ya con anterioridad, el mismo desmán se ha perpetrado con otras instituciones cuya sola enumeración coparía las líneas que se me permiten en este artículo. Por recordar, valga sólo mencionar el Tribunal Constitucional, el Consejo de Estado, el Banco de España o la Fiscalía General. La excepción sería el Consejo General del Poder Judicial, cuya renovación se salvó gracias a la intervención de la Comisión Europea, que refrenó, a última hora, la voracidad partidista.

Tan común ha sido la responsabilidad en este progresivo deterioro de la institucionalidad, que el único argumento que los partidos que se turnan en el Gobierno han encontrado para defenderse de la oposición es lo que ha venido en llamarse el ‘y tú más’, que tanto se aplica a la apropiación del Estado como a cualquier otro abuso en que se incurra. Es como si ninguno de los que a ella recurren se diera cuenta de que la exculpación oculta una tácita inculpación, toda vez que cualquier ‘y tú más’ supone un ‘yo también’ y viene a asumir, sin negar la propia comisión del pecado, que sólo se achica su tamaño por comparación con el del otro. Se entra así en un círculo argumental en el que la cantidad oculta la calidad y el cuánto trata de minimizar el qué. La crítica queda enervada de su vigor y sólo logra convencer a los convencidos, mientras se aliena del resto de la ciudadanía.

Del círculo en que se encuentra encerrada la política resulta casi imposible salir. Por desgracia, así como es posible retrotraerse desde el presente al pasado con ayuda de la memoria, no disponemos de mecanismo, fuera de la engañosa imaginación, con que anticipar, también desde el presente, el futuro. Y, sin embargo, esa anticipación desde la que podría contemplarse el presente como desde éste se contempla el pasado, es decir, esa, por así llamarla, memoria anticipada de lo que hoy ocurre sería el más eficaz instrumento del que podría disponerse para romper el círculo en que la política está atrapada. Tal memoria haría que nos escandalizáramos de los abusos que están cometiéndose hoy y nos animaría a superar, avergonzados, nuestra actual pasividad y conformismo. Si se permite la impertinente comparación, no habrán sido pocos en nuestro país los que, al reconocerse en una amarillenta fotografía de la multitud que abarrotó la Plaza de Oriente tras la muerte del Franco, decidieron apuntarse, con tardío arrepentimiento, a la Transición. De semejante modo, quienes hoy disfrutan con el aplauso o el abucheo ante los desmanes de sus líderes, quién sabe si no se decidirían, al verse reflejados en esa memoria anticipada, que acaso estaría ya asentada sobre los escombros de esta democracia reciclados en empedrado del futuro, a reprochar a sus líderes su reprobable conducta actual y evitar así que siga abochornándolos en el futuro. De lo contrario, tendrán que responder, con la cabeza gacha, cuando les pregunten sus hijos: «¿No eres tú ese que aparece en la foto?».