Antonio Rivera-El Correo

En ‘Los abusos de la memoria’, Tzvetan Todorov nos previno sobre la sacralización de ésta y sus perniciosos efectos. Distinguía allí entre una memoria literal y una memoria ejemplar. La primera pretende que cada experiencia histórica es tan singular que no puede compararse con otras que hayan ocurrido en el tiempo, antes o después de ella. Nada sería comparable al Holocausto y cualquier referencia a éste para definir una situación diferente -el genocidio- es inicua. La segunda, la memoria ejemplar, se muestra dispuesta a conectar lo vivido con otros hechos similares, nunca iguales, en la convicción de que la historia puede aportar luz al presente (y al futuro) desde el pasado, pero solo si se hace ese esfuerzo por relacionar los tiempos. Los comunistas salvados de los campos nazis y luego encerrados en los gulags estalinistas no acertaban a ver la continuidad lógica de su situación: dos sucesivas realidades totalitarias, precisamente porque su cerrada ideología les impedía manejar una memoria ejemplar.

Ahora estamos viviendo un caso dramático en el Próximo Oriente que tiene que ver de nuevo con esto. Israel, la concreción política estatal del pueblo víctima por excelencia, el judío, nacido precisamente de la vergüenza internacional tras el Holocausto, se demuestra como criminal con los palestinos de Gaza… apelando a su original condición de víctima perfecta. Para todos los observadores ajenos a ese eterno conflicto, la semejanza intercambiada de situaciones -la víctima convertida en verdugo- resulta palmaria, pero la comunidad judía, lo mismo la israelí que la de la llamada diáspora, se muestra ajena a ello. Incluso más, acude para defenderse a retorcer la lógica y a esgrimir las palabras que le han protegido desde 1948: la denuncia del antisemitismo y el recuerdo de la Shoah.

Las víctimas, lo dijo Tony Judt, son los héroes de nuestro tiempo, y la memoria la reclamación constante de quienes ven en el adecuado recuerdo del pasado algún lenitivo para el difícil presente. El ejemplo israelí demuestra que no es así. La victimización de una comunidad pretende situar a ésta en una condición moral, por mor de la historia, ajena a las exigencias del presente. Israel tiene que defenderse extremadamente, criminalmente incluso, porque la historia avala que esa es la única respuesta frente a sus vecinos (e incluso ante las críticas de los más alejados). Por su parte, la historia, que no el olvido sanador, bloquea el margen de maniobra y la actitud de agentes que todavía se sienten prisioneros de lo que hicieron antaño, y que no se ven con la autoridad suficiente como para enfrentar hoy la maldad de su entonces pueblo victimizado. Los papeles se invierten porque, frente a lo que pretenden los de la memoria literal, la condición de víctima o verdugo es contingente y no esencial: no hay pueblos víctima ni victimarios, sino situaciones y decisiones que les llevan a ser una cosa u otra. Los vascos sabemos mucho de esto.

El Israel de Netanyahu no puede verse con los ojos de la historia y, mucho menos, con los de esa memoria literal. El crimen que está cometiendo, tan palmario, solo merece y necesita la mirada de lo que hoy es justo y soportable. La misma con la que se juzgó lo ocurrido con ellos hace ochenta años.