Angel Toña-El Correo

Recordar no es aséptico. Hacerlo con sinceridad equivale a una lectura crítica del pasado. Los vascos no podemos pasar página de la historia reciente de ETA, de lo que no podemos repetir

En un ensayo titulado ‘Recordando la Guerra Civil española’, en 1942, cuando nadie estaba seguro de que los aliados mantendrían en el poder a Franco, George Orwell escribía lo siguiente: «Se escribirá una historia, la que sea, y cuando hayan muerto los que recuerdan la guerra se aceptará universalmente. Así que, a todos los efectos prácticos, la mentira se habrá transformado en verdad». En 2016, la posverdad fue elegida palabra del año. Viene definida como una distorsión deliberada de la realidad con el fin de crear y modelar la opinión pública, de manera que los hechos objetivos tienen menos influencia que el llamamiento a las emociones y creencias personales. A la historia, fuente de conocimiento y descriptora de acontecimientos, aséptica, no le importa olvidar o manipular lo que no interesa recordar.

¿Cuánto tiempo tuvo que pasar para que la opinión pública europea fuese consciente del horror del Holocausto? ¿Cuánto tiempo tiene que pasar para que nos hagamos cargo de lo que han supuesto los ‘gulag’ soviéticos y los campos de reeducación chinos de la revolución cultural de Mao? Seguimos viendo la imagen de Mao en los billetes de yuan chinos y en la entrada a la Ciudad Prohibida de Pekín, y se rinde culto a su tumba. Ellos lo justifican con la frase «un país, dos sistemas», y nosotros miramos a otro lado mientras tratamos de hacer negocios. ¿Y para cuándo un relato consensuado sobre nuestra reciente historia a propósito de ETA?

Reyes Mate es un excelente maestro en estas reflexiones. La memoria, a diferencia de la historia, recupera del olvido aquello que es necesario recordar siempre, y por eso sufre con la historia, porque esa evocación rescata los hechos con el fin de emitir un juicio ético sobre ellos. Reflexionar sobre lo que hemos hecho y debemos hacer es el objeto de la ética, de ahí que la memoria supone una lectura moral del pasado. Y emitir un juicio sobre el pasado conlleva la reivindicación de la justicia, una fuerte carga emocional y una mirada compasiva. Para que la historia no se repita, es necesario que rescatemos del olvido lo que nunca debió suceder.

Una memoria subjetivamente selectiva nace sesgada, no sirve para hacer una lectura ética del pasado. Pero una memoria colectiva también corre el riesgo de tergiversar la realidad porque en demasiados casos esa lectura se sitúa por encima de las personas, sirviendo a políticas e ideologías identitarias. Un colectivo concreto siempre tiene la tentación de escribir una historia y una memoria que le son particulares con la pretensión de ser únicas. El enorme riesgo, aun reconociendo que esa evocación pueda ser legítima para ese colectivo, es que puede sesgar lo real con una narrativa de los hechos que no sirven a la verdad. Aunque Stalin borre de la foto el rostro de Trotsky, los dos estaban allí.

Recordar no es aséptico. Si uno recuerda con sinceridad, está realizando una lectura crítica del pasado. Estuvo bien, mal, regular. Sí importa lo que hicimos para poder identificar los efectos que hayan podido desencadenar. Aceptar y cargar con aquellas consecuencias es hacer memoria.

Si por comodidad uno olvida lo que no quiere recordar y recuerda lo que no quiere olvidar, ese no es un hombre, siguiendo a Primo Levi. El olvido premeditado es inmoral. Después de Auschwitz, la memoria es un deber, un deber de no olvidar, del «nunca más» en la Europa democrática que queremos construir. Esa memoria también tiene que ver con nuestro pasado reciente, con toda la violencia que gira en torno a ETA y a la lucha contra ETA. Dar valor al sufrimiento injustamente causado, asumir nuestra responsabilidad, nos dignifica. Politizar la memoria, identificándose con una parte de la sociedad, no conlleva buenas consecuencias. Toda víctima es inocente, con independencia de su ideario, porque nadie puede ser objeto de violencia, que siempre es inmerecida. La víctima tiende a escudarse en su privacidad, lo mismo sea víctima de agresión sexual, de precarización, de pobreza o de acoso político. En nuestra todavía reciente historia, las víctimas han sido invisibles incluso para ellas mismas. La memoria las recupera para la historia y para su dignidad.

La memoria es una cuestión de verdad y de ética. El reconocimiento de una víctima no se fundamenta en la acusación al verdugo, sino en la justicia y reparación de su sufrimiento. Lo que pedimos a toda persona y colectivo que haya utilizado la violencia y haya causado víctimas es que reconozca el daño causado. Eso es, justicia y reparación. Nada más.

Los vascos no podemos pasar página de la historia reciente de ETA. Lo ocurrido con la memoria de la Guerra Civil no puede repetirse ahora. Particularmente el exilio de la España republicana, vencida por Franco y humillada por los aliados, trató de olvidar su historia. Nos recuerda María Zambrano que querer cerrar heridas del pasado con el olvido es abrir una tregua entre dos violencias: «al margen de un pasado doliente hay que mirar al porvenir». Cerrar en falso la memoria de ETA, lo mismo que la de la Guerra Civil, es abrir la herida de la imposible convivencia. El abuelo hizo, el padre calló… pero el nieto no tiene que olvidar lo que hizo el abuelo, debe hacerse cargo de aquellas consecuencias y encargarse de no repetirlas. Esta es la batalla de la memoria, que nos recuerde lo que no debimos hacer y lo que no podemos repetir.

Es más fácil escribir en abstracto que debatir en concreto. Si el debate es en sede parlamentaria, en una Comisión de Memoria y Convivencia, en tiempos preelectorales y con excesivo reproche de historia reciente… se me hace difícil imaginar a los partidos políticos unidos en un texto consensuado. Pero merece la pena intentarlo. La verdad nos esperará todo el tiempo que sea necesario.