Aurelio Arteta, EL CORREO, 24/6/12
El recuerdo de una tragedia no es forzosamente trágico, pero tampoco es neutro. Por su naturaleza selectiva, la memoria opta por una posición determinada, y juzga. (Elie Wiesel)
La ‘memoria’ y el ‘relato’ justo de lo sucedido entre nosotros son condiciones necesarias para reconocer la amarga verdad. Eso sí, con tal de introducir los criterios políticos y morales más apropiados a fin de juzgar lo que sucedió. Lo decisivo no es tanto determinar qué es lo que pasó, sino por qué ha pasado todo eso. Sólo desde ese punto de partida se hará justicia al ayer y llegará un día, todavía muy lejano, en que los conciudadanos podamos mirarnos a la cara.
Bienvenidos sean los contactos entre ciertos presos etarras y sus víctimas, si ayudan a confesar la culpa de aquéllos y a aliviar la pesadumbre de éstas. Pero sería erróneo además de deshonesto reducir el problema a sus dimensiones privadas. Así que insistiré en una idea básica para comprender lo que está en juego y reaccionar como es debido. Los de ETA no son criminales ordinarios, sino políticos, porque sus crímenes no fueron comunes, sino crímenes políticos. Y esa diferencia, lejos de atenuar su culpa penal y moral, la agrava por agregarle todavía una culpa política. Al cometerse desde una ideología política, en nombre del ‘pueblo’ y con vistas a establecer un régimen soberano, esos crímenes nos manchan a todos. A unos más y a otros menos. Pero ni unos ni otros –quienes lo justificaron, lo combatimos o lo consintieron– podemos ahora desentendernos de él y sus malignos efectos. Nada de eso tiene lugar en el crimen común.
No vale, pues, separar la fechoría de su entraña o inspiración política: sus protagonistas fueron actores públicos por ser asesinos y fueron asesinos impulsados por creencias y fines políticos. Como no se subraye ese carácter político de estos crímenes, apenas se entenderá nada del momento presente. ¿Por qué es tan difícil que esta especie de criminales soliciten perdón y, sin embargo, más fácil que muchos en esta sociedad se muestren inclinados a concederlo? Precisamente porque eso que aumenta la gravedad de sus atentados es lo mismo que a sus ojos la explica y excusa. Según los terroristas y sus más próximos, fueron acciones necesarias para obtener sus indiscutidos derechos. Contra la violencia estatal sólo cabía la violencia defensiva nacional. A juicio del resto de nacionalistas, si bien en grados diversos, sus perpetradores estaban movidos por el altruismo, o sólo eran alocados ‘chicos de la gasolina’ y en todo caso contribuyeron a hacer caer los frutos que ellos luego recogían. Los medrosos espectadores ni entran ni salen en este debate, no les vayan a señalar.
Como se desdeñe valorar ese carácter político de los presos de ETA, tampoco nos aguardará un porvenir esperanzador. En su condición de tales, las víctimas se vuelven hacia el pasado: buscan con todo derecho que se repare el daño cruel que se hizo a muchos. Pero lo que importa más todavía es prevenir otro género de daño que se nos hará, y con seguridad a casi todos, si no afrontamos la perversión que anida en las convicciones de los asesinos y sus protectores. A lo largo del calvario sufrido por esta sociedad nos hemos acostumbrado a condenar tan sólo los medios violentos, pero sin detenernos a juzgar los presupuestos últimos que los nutrían. Son premisas etnicistas, es decir, antidemocráticas que siempre contaminan los medios (aunque no se recurra a la fuerza física) y los fines (por más que sean suscritos por la mayoría). Estos principios últimos de acción, compartidos en buena medida por la entera familia nacionalista, son la raíz del problema.
Por eso no basta con acudir a los instrumentos legales. Los tribunales castigan los delitos en que abocaron las ideas de estos delincuentes, pero es la ciudadanía la que debe atreverse a rebatir esas ideas. Muchos de esos criminales están en la cárcel, pero en la calle convivimos con bastantes ciudadanos que comulgan con sus dogmas y cuando menos disculpan sus conductas. Los que dispararon a la nuca o colocaron la bomba-lapa no se arrepentirán fácilmente mientras no dejen de profesar la fe que les indujo a infligir tanto dolor. Y los que renuevan su apoyo electoral a esos programas políticos, por su parte, seguirán refrendándolos hasta que algún amigo o vecino les replique con razones que quizá les avergüencen…
La tarea reservada a nuestra sociedad durante este período libre de tiros no es de menor calado que la emprendida por su Gobierno durante las décadas de terror. ¿O acaso el desarme militar de unos no debería acompañarse del rearme intelectual y moral de todos? Habrá que desterrar falsas historias, así como ancestrales prejuicios sobre nuestra diferencia (¿o superioridad?), y renunciar a no menos infundadas creencias en una identidad nacional, en derechos colectivos, en deberes de recuperar una lengua perdida o arrebatada. Habrá que aceptar nuestra igualdad como ciudadanos sin más distinción y la prevalencia de las libertades individuales; habrá que entender que la tradición no siempre es un valor, que el pluralismo y la tolerancia tienen sus límites democráticos… Esta batalla será larga, pero si no la iniciamos la enfermedad etnicista seguirá su curso.
Quiero decir que el final de ETA tendría que ser la ocasión del cuestionamiento del nacionalismo vasco, no de nuestra acomodación a él. El ejercicio de la legitimidad racional, que es la propia del demócrata, no puede eludir encarar la irracional legitimidad que guía al nacionalista. La sociedad vasca debería convertirse en un foro permanente para la deliberación colectiva acerca de todo esto. ¿Que caigo en la ingenuidad de querer convencer a quien no quiere ser convencido? Pues entonces toca 0recordar aquello de Camus, para el que «un hombre a quien no se puede persuadir es un hombre que da miedo (…). Vivimos en el terror porque ya no es posible la persuasión».
Aurelio Arteta, EL CORREO, 24/6/12