GAIZKA FERNÁNDEZ SOLDEVILLA-EL CORREO

  • Los criminales fracasaron en sus objetivos, pero el dolor que causaron permanece

Carlos Idígoras Navarrete tenía 22 años y la vida por delante. Había aprobado una oposición para trabajar en Renfe y quiso celebrarlo con sus amigos. La noche del 6 al 7 de junio de 1981 salieron de copas por los bares de Madrid. La fiesta terminó abruptamente a eso de las 3:00 de la madrugada cuando cuatro desconocidos abordaron a Carlos en la calle. Lo mataron con dos tiros en la cabeza en un solar.

Algún periódico insinuó que se trataba de un «ajuste de cuentas por estupefacientes» y todavía hoy, cuatro décadas después, en ciertas páginas de Internet se califica a la víctima como «toxicómano». Sin embargo no es verdad: los autores materiales del crimen eran terroristas de ultraderecha que habían asesinado a Carlos por su apariencia. Según la sentencia judicial del caso, poseía una «larga cabellera rubia». Aquel comando, cuyos integrantes habían estado vinculados a Fuerza Nueva, tenía en su historial otras tres víctimas mortales.

Apenas habían pasado diez días desde el fallecimiento de Carlos Idígoras cuando el terrorismo acabó con la vida de otra persona, también natural de Madrid y casi de la misma edad. El 16 de junio ETA mató en Zarautz a María José García Sánchez. De 23 años, formaba parte de la primera promoción de mujeres inspectoras del Cuerpo General de Policía. Estaba cubriendo el portal de un edificio mientras sus compañeros subían en ascensor al piso franco en el que se escondía el comando Goierri. Los terroristas se habían dado cuenta de la operación policial y huyeron escaleras abajo. Cuando vieron a María José le dispararon en la cabeza.

Estos dos atentados fueron perpetrados por pistoleros inspirados por ideologías divergentes: neofascismo y abertzalismo radical. No obstante, se detectan algunas semejanzas entre ellos. De hecho, si los examinamos con atención, todos los terroristas tienen rasgos en común: su fanatismo incivil, su apelación al sacrificio por la causa, su rechazo frontal a la democracia parlamentaria, su discurso del odio, la deshumanización y animalización de sus víctimas («cerdo», «txakurra»), su imaginario bélico, la manipulación y utilización espuria de la historia, el uso de términos como «presos políticos», las teorías de la conspiración, la sacralización de sus ‘mártires», entre otros. Al fin y al cabo, les guía un principio idéntico: el fin justifica los medios sangrientos.

En nuestro país han actuado individuos y bandas terroristas de toda índole: nacionalistas radicales como las distintas ramas de ETA, el Exército Guerrilheiro do Povo Galego Ceive o Terra Lliure, de extrema izquierda como los Grapo o el FRAP, ultraderechistas como los Guerrilleros de Cristo Rey o el Frente de la Juventud, parapoliciales como el BVE o los GAL, palestinos como Fatah-Consejo Revolucionario, yihadistas como Al-Qaida o Dáesh… Pese a sus diferencias, las consecuencias de sus actos fueron exactamente las mismas: víctimas. Desde junio de 1960, cuando una bomba del DRIL mató a la pequeña Begoña Urroz, 1.453 personas han sido asesinadas y 4.983 heridas en atentados terroristas en España. Habría que sumarles un número indeterminado de secuestrados, transterrados, extorsionados, damnificados económicamente, amenazados, entre otros.

A ojos de los perpetradores, la existencia de los damnificados no importaba lo más mínimo. Eran vistos como instrumentos para atemorizar a la población y presionar al Gobierno con el fin de conseguir sus objetivos fundacionales, ya fueran estos la independencia de una Euskadi monolingüe que se anexionase el País Vasco francés y Navarra, la instauración de una dictadura estalinista, la resurrección de la dictadura franquista o un nuevo califato de Al-Andalus en el que se implantase la sharía.

Los terroristas fracasaron en su empeño, pero el dolor que causaron permanece. Aunque la muerte y las heridas son irreparables, estamos a tiempo de pagar parte de la inmensa deuda contraída con quienes sufrieron el embate de este tipo de violencia.

Con tal finalidad se constituyó el Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo, que desde 2015, solo o junto a otras entidades, ha impulsado libros, informes, comics, videojuegos, documentales, glosarios, unidades didácticas, exposiciones, jornadas, congresos, cursos… Y artículos como este. Ahora nuestra sede ha abierto sus puertas en Vitoria. Servirá para difundir mejor un relato veraz acerca de las páginas más oscuras de nuestra historia, concienciar a los más jóvenes y prevenir los procesos de radicalización, así como homenajear y recordar a las víctimas del terrorismo, tal y como marca la Ley 29/2011 aprobada por la práctica unanimidad de las Cortes. Están invitados a visitarnos. Les esperamos.