FÉLIX OVEJERO-El Mundo

El autor rechaza el mantra de preservar las lenguas que están en peligro y considera que, desde el punto de vista de la democracia, la igualdad y el entendimiento, es mejor que todos nos manejemos en una misma lengua.

EL DEBATE sobre la lengua es uno de los más confusos que ofrece nuestro ya de por sí confuso mundo político. Para empezar, el debate son varios debates, todos ellos sostenidos en menesterosos andamios intelectuales: igualdad de las lenguas; concepciones del mundo asociadas a las lenguas; derechos de las lenguas; discriminación positiva de las lenguas; bondades de la diversidad lingüística; lenguas propias. Todos esos asuntos se sostienen en una vaporosa trama conceptual que arropa a políticas en ocasiones inteligibles y siempre incompatibles con elementales consideraciones de eficiencia y de igualdad. Una circunstancia que justifica repetir algunas consideraciones elementales.

La lengua sirve para comunicarnos. Si no es un instrumento de comunicación, no es una lengua. Puede cumplir otras funciones, pero si deja de ser una herramienta de comunicación deja de ser una lengua. Sucede como con un coche, que puede servirnos como vivienda, para bloquear carreteras, ostentar y mil cosas más, pero si no sirve para desplazarse, deja de ser un coche. Por eso, una lengua con un único hablante no es una lengua. Por eso, no se puede decir que el roncalés murió en 1976, con su última hablante (o al menos eso decían) Antonia Anaut. Por eso, tenía sentido crear el artificial euskera batúa, que unificó las diversas variantes –los diversos dialectos– del euskera, y por eso resulta razonable la preocupación porque las diversas variantes del catalán no acaben por convertirse en diferentes lenguas, con problemas de compresión entre sus hablantes. En tales casos, en aras de facilitar la comunicación, se opta por evitar la diversidad, el desarrollo de lo que son o pueden llegar a ser diversas lenguas y hasta se sacrifican los derechos de hablantes. Si nos interesa entendernos, cuantas menos lenguas mejor. Otra cosa es que para el filólogo la diversidad de lenguas tenga un interés académico, como lo pueden tener las sociedades animistas para el antropólogo, como un motivo de estudio.

Disponer de una lengua común es importante para las sociedades democráticas e igualitarias. Los mandarines conservaron su poder durante siglos porque dos chinos, que no se entendían hablando, sí lo podían hacer mediante la escritura que ellos controlaban y que requería años de aprendizaje. Las revoluciones democráticas, comenzando por la francesa o las que acompañaron a los procesos de independencia en América Latina, tenían como prioridad que los ciudadanos compartieran una misma lengua: facilitaba la comunicación, la participación, el conocimiento de la ley, de sus derechos, y el acceso en condiciones de igualdad a las posiciones sociales. Mientras a un monarca del siglo XVII le traía sin cuidado qué lengua se hablaba en sus territorios, los revolucionarios franceses buscaron en la educación obligatoria y gratuita para los niños de los 6 a los 13 años (ley Bouquier de diciembre de 1793), además de la enseñanza de las virtudes republicanas, la uniformidad lingüística en un francés simplificado: «asegurar la comunicación horizontal y vertical en el seno de la nación: sea cual fuere su origen geográfico y social, todos los miembros deben comprenderla y utilizarla. Debe permitir la expresión de cualquier idea y de toda realidad» (A-M. Thiesse, La création des identités nationales).

En poblaciones analfabetas, en raros tratos con la administración, si había administración, y sin medios de comunicación de masas, las leyes que imponían lenguas (la inexacta interpretación nacionalista del Decreto de Nueva Planta) resultaban papel mojado. Un campesino del siglo XVIII no abría cuentas corrientes ni trataba con notarios. Tradicionalmente, los procesos de extensión de las lenguas respondían a su funcionalidad práctica, bien como lenguas de prestigio, bien, sobre todo, como medios de interacción, en un proceso de mano invisible que, por retroalimentación, conduce a utilizar los códigos con más usuarios. Ejemplo de lo primero es el uso os del griego, lengua de la diplomacia, entre las élites romanas o el del castellano, la lengua de la cultura, entre nosotros, como lo confirma que en el siglo XVI en Cataluña se imprimían más libros en castellano que en catalán, entre los que, por cierto, se incluía la poesía de Ausiàs March, editada antes en castellano (1539) que en catalán (1549), o que, en 1641, en plena independencia frente al «ocupante español», según la mitología nacionalista, se escribiera en castellano el panegírico fúnebre de Pau Claris, «presidente» durante unos días de la única República catalana realmente existente.

En todo caso, el mecanismo de extensión mediante el prestigio afectaba a segmentos muy limitados de la población, los alfabetizados. Otra cosa es que el prestigio oficie como una ventaja posicional, las ventajas de ser el primero en instalarse, como las que llevaron a triunfar en su día a los tradicionales sistemas de vídeo VHS o a Microsoft: los recién llegados optan por lo mismo que aquellos que ya están. A partir de cierto momento, se impone un mecanismo de mano invisible, parecido al que nos lleva a elegir, entre distintos sistemas de pesos y medidas (leguas, fanegas, etc.), aquel con más usuarios (metros, kilos, etc.). Nadie nos obliga, pero nos conviene dada la naturaleza de la actividad: intercambiar, entendernos. Los procesos se retroalimentan, como el que conduce a optar por la senda más desbrozada: cada uno con su decisión de caminar cómodamente por ese camino, hace el camino más cómodo, un argumento para que el siguiente haga lo mismo. A nadie le impiden escoger otro camino, pero no parece razonable que, para que él vaya cómodamente por donde quiera, se les imponga su senda a los otros. Cada uno con su libre decisión contribuye a consolidar un equilibrio que a todos resulta interesante, como a todos nos resulta interesante conducir por la derecha mientras los demás hagan lo mismo. Así funcionan convenciones y normas sociales. Por eso a nadie puede extrañar que, desde el siglo XVI, el 80% de los peninsulares utilicemos el castellano como lengua de comunicación, si se tiene en cuenta que en el siglo XV, Castilla, que incluía Galicia, Vizcaya, Álava y Guipúzcoa, tenía 4,5 millones de habitantes y la Corona de Aragón 850.000. Algo que no sucedía en otra partes. En Francia, en tiempos de la revolución, sólo uno de cada tres franceses hablaba francés; en Italia, en 1830, solo el 3% de las gentes hablaban lo que más tarde se llamaría italiano, el toscano.

Desde el punto de vista de político moral hay poco que reprochar a esos procesos. El resultado final, la consolidación de unas sendas y no otras, es resultado de las decisiones voluntarias. Nadie obliga a nadie, aunque razonablemente todos optarán por lengua que les permite entenderse con más personas. Se respeta, si se quiere decir así, el derecho a elegir. Pasa con frecuencia y nos parece bien. Yo tengo el derecho a emparejarme, pero eso no quiere decir derecho a emparejarme con quien yo quiera, entre otras razones, porque Natalie Portman también tiene derecho a elegir. El derecho a hacer uso de una lengua no supone un derecho a tener interlocutores.

ES CIERTO que, al final, los hablantes exclusivos de una lengua minoritaria verán reducidas sus posibilidades. Pero, mientras no se les impongan, no hay nada que lamentar. Su situación es consecuencia de la acción de todos, pero no es voluntad de nadie. No se viola el derecho de nadie a hablar como quiera. De hecho, el resultado es consecuencia de que cada cual dispone de ese derecho. Desde el punto de vista moral y político, es importante conocer cómo ha sido el proceso. No es lo mismo si es resultado de una imposición que de las decisiones libres de los individuos. Los radioaficionados no se quejan porque, con internet, ha disminuido la cantidad de colegas con quienes echar la tarde. El último de la fiesta no se puede lamentar porque no le queda otra que intentar emparejarse con otro saldo como él porque los demás se han ido emparejando antes y ellos se han quedado los últimos. Cada uno ha escogido libremente y nadie ha interferido en las decisiones de los demás. Es la diferencia, importante, entre Tinder y los matrimonios concertados.

La igualdad importante –la única inteligible– es entre las personas. Desde el punto de vista de lo que importa, la democracia, la igualdad y la posibilidad de entendimiento, es mejor que todos nos manejemos en una misma lengua. Una obviedad que, como algunas otras, en estos tiempos trastornados, se considera un escándalo. Si esas cosas nos preocupan, lo razonable consistiría en promocionar el uso de la lengua común. Otra obviedad que también parece un escándalo. Las lenguas ni sufren, ni padecen ni se mueren. No son especies animales que debamos conservar. La utilización de requisitos asociados a «lenguas propias» en el acceso a las posiciones sociales o laborales, con independencia del mérito o el talento, en aras de asegurar su conservación, viola elementales consideraciones de igualdad y, dicho sea de paso, de buena asignación de recursos públicos. Eso, claro, si ponemos el foco en las personas. Si lo ponemos en la lengua, si asumimos la fanfarria de que «hay que preservar las lenguas en peligro», esto es, que las lenguas tienen derecho a tener hablantes, las implicaciones son otras. Como ejercicio mental, me he puesto a pensar en qué debería hacer si, asumido el objetivo conservacionista, tuviera que gobernar Papúa Nueva Guinea: 838 lenguas compitiendo por un número limitado de hablantes. Fatigado, he decidido dar por terminado este artículo.