Menos yo

EL MUNDO 13/02/14
ARCADI ESPADA

EL NEURÓLOGO Dick Swaab, un hombre muy popular en Holanda, decía ayer en este periódico cosas de gran interés. Todas ellas vinculadas con su afirmación central de que el cerebro humano tiene una capacidad plástica bastante más limitada de lo que cree el optimismo popular, en especial en aquello que afecta a sus competencias hard, sean la inteligencia o el sexo que nos gusta. Por concretar: que los gays no pueden curarse, no solo porque no hay nada que curar, sino porque no pueden dejar de ser gays. No he leído aún el libro donde Swaab desarrolla sus tesis, pero sospecho que sus opiniones sobre determinado tipo de criminales no serán tampoco muy favorables a ese optimismo popular. Y, sin embargo, son profundamente optimistas, en la medida que el conocimiento puede hacernos optimistas. Parece una afrenta que la Naturaleza haya hecho a las personas más o menos inteligentes. Todas las doctrinas, básicamente de la izquierda, que se han especializado en la negación de la naturaleza humana consideran de tal calibre la afrenta que simple y rudamente se han negado a admitirla. Obviando que la primera condición para la superación de la injusticia es su reconocimiento. Del mismo modo las afirmaciones de Swaab sobre la homosexualidad ridiculizan una ética sin ciencia. Y la hacen repulsiva: baste pensar en el enorme sufrimiento derivado de la concepción de la homosexualidad como vicio, un sufrimiento que se extiende todavía entre las zonas más perras de nuestro mundo.
De Swaab y de tantos de sus colegas se deduce la necesidad de sincronizar el deber con el saber, de un cambio en lo que podríamos llamar, con cierta campechanía, la manera de tomarse la vida. La corriente central de la psicología no meramente recreativa va erosionando lenta e implacable el concepto de la responsabilidad individual. Es dificilísimo imaginar una sociedad (¡y ya no digamos un periodismo!) donde vacile la idea de la culpa y donde la conducta se emancipe de lo que hemos llamado voluntad. Pero también era difícil imaginar en el año 1 d.C una sociedad donde los dioses ocuparan el rincón que ocupan en la nuestra. Es delicado aconsejar a los hombres que rebajen sus expectativas sobre el protagonismo del yo y se acostumbren a un yo espectador que observa con un punto de resignación cínica lo que ocurre en la pantalla, allí donde lucha con la vida alguien que se le parece extraordinariamente. Es delicado, pero relaja.