Ignacio Camacho-ABC
- Por fin un presidente catalán deja de lado la matraca identitaria. Lástima que se olvidase de mencionar a España
Se ha estrenado Salvador Illa, el día de San Esteban, en esos discursos de fin de año que suelen endilgarnos los virreyes autonómicos (en Sevilla incluso el presidente de la Diputación) como jefecitos de Estado de la señorita Pepis. Un día lo van a dar los concejales de distrito. A Illa hay que agradecerle, en primer lugar, que fuese breve, y en segundo término que por primera vez en muchos años el presidente de la Generalitat no hablara de reclamaciones identitarias, del derecho a decidir y demás zarandajas propias de sus antecesores separatistas. También que se refiriese a las raíces cristianas de la Navidad y a sus valores universales, aunque en el afán de no dar contenido político a la plática –casi homilía– cargó tanto la mano en la paz y la fraternidad que parecía una aspirante a Miss Universo. Bien está, son días de derroche de almíbar y mejor eso que proyectos de ruptura y proclamas sobre el pueblo oprimido y su destino manifiesto.
Lástima, sin embargo, que en la charla de un dirigente teóricamente constitucionalista no apareciese España ni siquiera como referencia abstracta. Tampoco su bandera –en la decoración navideña del patio gótico sólo era visible la ‘senyera’– ni por supuesto su lengua, todavía cooficial en la comunidad catalana. Se supone que los españoles estaban comprendidos en la apelación a la fraternidad solidaria entre familiares y vecinos, personas y territorios, y tal vez el hecho de no excluirlos pueda ya considerarse un logro. Quería Illa mostrarse acogedor, afable, abierto, empático, afectuoso, y lo más comprometido que se le oyó fue un elogio de la diversidad y un llamamiento genérico a desoír «discursos de odio» y a respetarse y comprenderse los unos a los otros. En ese despliegue de palabrería tan irreprochable como hueca, llena de las buenas intenciones y de la cordialidad genérica propia de estas fechas, sólo le faltó impartir la bendición a la Humanidad entera.
Los adversarios y algunos espíritus críticos le han reprochado que no se ocupase de los problemas que se supone deben ocuparlo. Esas cosas como el concierto fiscal, la amnistía, la deuda, la inmigración y demás asuntos que han estado presentes en la vida pública de Cataluña a lo largo del año, y sobre las cuales se le presume una responsabilidad acorde al rango de su cargo. Pero pronunciarse sobre ese tipo de cuestiones hubiera sido una toma de posición inelegante cuya formulación desluciría el tono altruista de un mensaje redactado para situarse por encima de prosaísmos y vulgaridades. Quédese esa clase de materias para los políticos profesionales; un hombre educado como don Salvador, advenido para pacificar la crispación del ‘procés’ y unir a los ciudadanos catalanes, jamás debe expresar en circunstancias tan ‘entrañables’ opiniones susceptibles de debate. Y si alguien quiere saber algo más, que le pregunte a Pedro Sánchez.