Mensajeros de ETA

ABC 13/02/14
JAIME GONZÁLEZ

«Tíralo, tíralo, ¡coño!», exclamó Jesús Posada al percatarse de que Soraya Sáenz de Santamaría aún tenía en la mano el sobre que acababa de entregarle el portavoz de Amaiur. Al fondo, los compañeros de Mikel Errekondo aprovechaban el momento para exhibir pancartas reclamando el acercamiento de los presos etarras. El «tíralo, tíralo, ¡coño!» del presidente del Congreso debió de surtir algún efecto. Sorprendida, la vicepresidenta trató de librarse de la envenenada misiva alargando el brazo para devolverle a Errekondo el sobre que le quemaba en la mano.

La anécdota me sirve para reflexionar sobre la categoría: ¿puede garantizarse por ley el funcionamiento del sistema democrático impidiendo que un partido apoye políticamente la violencia y las actividades terroristas? A esta pregunta respondió el Parlamento español en abril de 2002. Y lo hizo afirmativamente: por 304 votos a favor y 16 en contra, el Congreso de los Diputados aprobó la Ley de Partidos, formalmente en vigor, aunque en la práctica fuera derogada en mayo de 2011 por una sentencia del Tribunal Constitucional que pasará a la historia del servilismo judicial por ser la más indigna y pusilánime demostración de cómo la Justicia renegó de sí misma para dar cobertura legal a los mensajeros de ETA.

 El «tíralo, tíralo, ¡coño!» de Jesús Posada debería haber sido aquel año el grito unánime de la democracia, una forma de advertirle al TC que los españoles no estábamos dispuestos a permitir que Bildu y Amaiur fueran los correos de una banda terrorista. Pero como en este país se levantan barricadas incendiarias contra la construcción de un aparcamiento subterráneo, pero no contra quienes pretenden horadar los cimientos del Estado de Derecho, aún habrá quien considere que el «tíralo, tíralo, ¡coño!» de Posada es una intolerable muestra de desprecio a la libertad o el reflejo de su ideología autoritaria. Por mi parte, propongo que la frase del presidente del Congreso sirva de ensayo para un nuevo intento de sanar la democracia: «Echémoslos, echémoslos, ¡coño!».