MERCEDES MONMANY – ABC – 03/04/16
· «Los totalitarismos no se imponen de golpe. Avanzan poco a poco, tienen que convencer, seducir por fases, implantar minuciosamente el germen del odio: “El Partido – dirá Milosz– al observar la vida emocional de las masas, la enorme tensión que existe en su odio, nota que en este campo, el menos analizado por el marxismo, se esconden sorpresas”. Aunque se hayan dominado las mentes, ahí, en el control del odio, existe una enorme y primaria “energía” supletoria»
En el célebre ensayo aparecido por primera vez en 1953 Lamentecautiva, su autor, el escritor y Premio Nobel de Literatura Czeslaw Milosz (Lituania 1911 –Cracovia 2004) rememoraba los primeros congresos organizados en su país, Polonia, por los comunistas tras la Segunda Guerra Mundial. Se trataba de captar lo más rápido posible adeptos para la nueva fe totalitaria que se quería implantar. Las reuniones estaban destinadas a convencer a los artistas e intelectuales de aquellos días a que se «convirtieran» a las bondades del realismo socialismo.
Ninguno de los asistentes, afirma Milosz, estaba preparado para enfrentarse a la manipuladora, experta e «irrebatible» dialéctica marxista de los ponentes. Aunque casi ninguno de los oyentes creyera en aquella doctrina, muchos callaban. Los pocos que osaban expresar su desacuerdo eran rápidamente avasallados por los oradores con una cascada violenta y despectiva de argumentaciones, metódicamente preparadas. Y si no, dejaban caer sutiles amenazas a «aquellos a los que tenían que moldear», relativas a su sobrevivencia como artistas en un futuro cercano.
«Nadie de los presentes –añade Milosz– estaba preparado para una discusión de ese tipo». Existía una notable «desproporción entre el armamento teórico» esgrimido por unos puros fanáticos y unas mentes «desarmadas», atrapadas de improviso, que habían crecido hasta entonces en medio de una relativa libertad interior, a pesar de las crueldades y salvajismos de la guerra. Entonces, Milosz pronunciará una frase que es clave para entender la sumisión y «encantamiento» de grandes masas de la población, en cada momento histórico, a través de burdas mentiras («cultivadas siempre con una semilla de verdad») y más o menos perspicaces manipulaciones, esgrimidas por los regímenes totalitarios. «Tenía la sensación –dice Milosz– de que formaba parte de un espectáculo colectivo de hipnosis».
Publicado en París, cuando Stalin aún vivía, y cuando él ya había cortado todos los lazos que lo unían al régimen comunista, Lamentecautiva de Czeslaw Milosz, antiguo agregado cultural en diversas embajadas polacas al finalizar la guerra mundial, se convertiría en uno de los primeros análisis en profundidad escritos sobre la «hipnótica» alienación cultural y mental ejercida por los comunistas –«las democracias populares» como eran llamadas eufemísticamente– de los países del antiguo Telón de Acero.
Traducido a multitud de lenguas, leído como un auténtico clásico a través de las épocas, como una especie de biblia pormenorizada y precisa de la sumisión y colaboración activa y entusiasta por parte de numerosos intelectuales (escritores, artistas, periodistas) a la ideología –o Nueva Fe, como la llamaba Milosz– implantada, el libro de Milosz alcanzaría rápidamente la fama internacional, sobre todo en la época de la Guerra Fría. Un ensayo que durante años oscurecería su inmensa labor como poeta, recompensada con toda justicia en 1980 con el Premio Nobel de Literatura. Su largo exilio, primero en París y luego en la Universidad de Berkeley en EE.UU., duraría hasta la caída del Muro. Cuando le otorgaron el Nobel, prohibidos sus libros en su país desde hacía tiempo, muchos eran los polacos que ignoraban totalmente su existencia.
Un libro, por otro lado, ausente del instinto de venganza o de odio, propio de antiguos acólitos arrepentidos. El suyo era sobre todo un análisis quirúrgico, desapasionado, sereno, que evitaba las demoliciones sangrientas, los sarcasmos revanchistas, los ajustes de cuentas personalizados y en general la superioridad moral del humanizado frente al bárbaro. «Quizá –escribe Milosz– sea mejor que no haya sido uno de los fieles (…) Esto no significa que tenga que esforzarme en entender la Nueva Fe que siguen personas desesperadas, amargadas y que no encuentran esperanza en ningún otro lugar. Pero entender no significa perdonarlo todo».
Porque Milosz sabía de los que hablaba: aquella Nueva Fe ideada por el comunismo, que reemplazaba fanáticamente a la religión, a las religiones y tradiciones que habían educado hasta el siglo XIX a inmensas capas de la población, prometía «serenidad y felicidad» libres de las «preocupaciones materiales» a quienes la abrazaban y la adoptaban. Con el tiempo, él, por el contrario, se convertiría cada vez más en un ferviente católico, traductor de textos sagrados, y practicante de un elevado misticismo en su poesía. Su famoso ensayo (ahora reeditado por Galaxia Gutenberg en nuestro país) narraba la «conversión» a la Nueva Fe por etapas. También, con letras tan sólo (Alfa, Beta, Gamma, Delta) ejemplificaba las distintas fases en la degradación personal más o menos cínica, más o menos interesada o más o menos idólatra, de varios escritores de aquellos días, no citados por el nombre, pero plenamente reconocibles por todos en Polonia.
Los totalitarismos no se imponen de golpe. Avanzan poco a poco, tienen que convencer, seducir por fases, inocular sus venenos, implantar minuciosamente el germen del odio: «El Partido –dirá Milosz– al observar la vida emocional de las masas, la enorme tensión que existe en su odio, nota que en este campo, el menos analizado por el marxismo, se esconden sorpresas». Aunque se hayan dominado las mentes, ahí, en el control del odio, existe una enorme y primaria «energía» supletoria.
Por increíbles que parezcan hoy aquellos métodos descritos por Milosz en su libro de forma visionaria, esos círculos crecientes de adeptos que avanzan como una secta, no dejan de ofrecernos pavorosos ejemplos cotidianos hoy día. Receptáculos ardorosos de «estados de hipnosis colectiva». Círculos de adeptos que se niegan a tener en consideración siquiera pruebas fehacientes y más que reveladoras, que se niegan a contemplar videos espeluznantes, que los comunistas fanáticos de aquellos días hubieran tenido mucho cuidado de expresar de forma tan tosca y elocuente.
Círculos estancados o crecientes, caóticos u organizados, que se niegan a recibir a los padres de presos políticos demócratas encerrados en siniestras cárceles venezolanas. O que, de forma mucho más terrorífica e inquietante, se niegan a condenar a terroristas internacionales. También entonces Milosz vio claramente que no sólo se dirigía al interior, al corazón mismo de aquellas cárceles totalitarias del Este de Europa. Su libro, como él mismo declaró, iba sobre todo dirigido a Occidente. A ese Occidente que daba la espalda, como si se tratara de un desgraciado «fatalismo histórico», al puñado de disidentes que, como él, habían decidido dedicar su vida a divulgar la realidad trágica, de cada día, de aquellos regímenes dictatoriales.
MERCEDES MONMANY ES ESCRITORA – ABC – 03/04/16