Joseba Arregi-El Correo
¿El recurso del político a la opinión científica supone dejación de responsabilidad?
Sumergidos como estamos en la atmósfera derivada de la pandemia y de las medidas tomadas para hacerle frente, todo el discurso y el debate públicos están dirigidos y controlados por las cuestiones relacionadas por ambas, la pandemia y las medidas exigidas para doblegarla. Y llevan el marchamo de la urgencia obligada por ambas.
Pero incluso en la situación de urgencia impuesta por la pandemia y las medidas que ha provocado no es inútil tomar algo de distancia y analizar algunos elementos que en estos momentos parecen, por lo apuntado, de una evidencia indiscutible y que, por lo tanto, no necesitan de argumentación ni de matización alguna para preguntarnos si no nos estaremos adentrando en territorios que en un futuro no muy lejano puedan aparecer como bastante peligrosos.
El título que llevan estas reflexiones proviene de una idea de Hannah Arendt en su libro ‘En defensa de la república’. Esta autora tan citada, en otros contextos desde luego, viene a decir que la mentira y la novedad en la historia proceden de la misma fuente: la contingencia de todo lo histórico. Lo que acontece en la historia carece de la necesidad y del carácter de absoluto o definitivo que, supuestamente, caracterizan a las leyes de la naturaleza, a lo natural simplemente. Lo histórico pudo ser de otra manera, lo histórico es fruto de un conjunto de casualidades, no procede de una ley natural que diga lo que tiene que ser, y lo que no. Ninguno de nosotros puede decir que su nacimiento fue una necesidad histórica. Más bien al contrario: somos fruto de la casualidad histórica.
Por esta razón, la historia puede ir cambiando, no obedece a leyes naturales, la historia es el reino de la libertad -menor de la que determinadas filosofías han creído, por supuesto-, de una libertad condicionada, sobre todo por la propia historia antecedente. Pero no es el reino de la necesidad. Por ello es posible la novedad en la historia, pueden surgir nuevas tendencias, nuevas ideas, nuevos artefactos, nuevas formas de vivir la humanidad. Y también por la misma razón es posible la mentira. Ante las reglas elementales de la aritmética o de la geometría se puede errar, equivocarse, pero no es posible mentir. Ante las leyes de la naturaleza no cabe otra postura que la obediencia, la asunción obligada de su contenido. Es por lo menos lo que se deriva de una forma clásica de entender la ciencia.
Vienen estas reflexiones al hilo de algunos debates que llenan las páginas y los minutos de los medios de comunicación. En cierto diario se hace publicidad del periodismo apelando a la necesidad de suscribirse a los hechos. Se supone que para contrarrestar la influencia de las llamadas noticias falsas, ‘fake news’. Los políticos han aprendido a justificar sus decisiones, que no dejan de ser políticas, en lo que dicen, les dicen, los expertos. Se basan en la ciencia, en el conocimiento científico. Todos criticamos si algún político no hace caso a sus asesores científicos. Todos parecemos compartir que solo la ciencia nos sacará de esta pandemia. Todos parecemos estar de acuerdo en que es necesario seguir el camino que marcan los científicos. En todo esto no se hace más que seguir la tendencia ya iniciada en el debate sobre el cambio climático y sobre lo que ante dicho cambio es preciso decidir. Se ha reclamado que sean los científicos los que gobiernen los poderes globales para revertir lo mal que lo han hecho hasta ahora los políticos.
No es cuestión de analizar hasta qué punto la idea de ciencia tras este tipo de afirmaciones es adecuada al proceder científico, o es manifestación de la necesidad de creer en algo seguro e indudable en tiempos de zozobra. Fe en la ciencia. Pero sí es necesario preguntar si la tendencia a descargar la responsabilidad política sobre la opinión científica, si el recurso de los políticos a la opinión de los científicos no supone una dejación de responsabilidades, un esconder la responsabilidad política en los hombros de los expertos, que son los descubridores y los administradores, por derecho propio, de los hechos. ¿Significaría volver al ideal platónico que entregaba el poder de la ciudad a los filósofos, por encima de los soldados y de los labradores? En la ciudad platónica, ¿dónde queda el espacio público en el que se produce el debate democrático? Si es cuestión de ciencia, de hechos, de necesidad, de cuestiones indubitables, ¿dónde queda la política?
Los hechos puros y duros no existen para los hombres si no son captados, concebidos -en sentido literal- por las palabras que forman conceptos. Los seres humanos somos libres, condicionadamente, pero no nos podemos escapar del lenguaje. Un debate serio precisa tomar en serio la realidad, no caer en el nominalismo -el otro extremo actual que califica nuestra tendencia a buscar en la ciencia certezas absolutas-, y al mismo tiempo saber que la realidad dicha en palabras nunca puede ser necesaria y definitiva. Por amor a la novedad en la historia, por amor a la libertad, por amor a la política, por amor a la responsabilidad. Conviene no descuidarse y adentrarse en territorios de los que quizá no sepamos volver de nuevo a nuestra democracia imperfecta.