Javier Caraballo-El Confidencial
- Nadie que a lo largo de la historia se ha arrogado la representación y el sentir del pueblo al que gobierna, o aspira a gobernar, ha acabado haciendo algo distinto que sojuzgar a los ciudadanos
Desconfía siempre de aquel que dice hablar en nombre del pueblo. Todo demócrata debería tener grabada en su mente esa prevención como si fuera el primero de los mandamientos. Reniega del que te diga que todo lo hace en favor del pueblo y apártate de quien asegure que conoce bien las inquietudes del pueblo y que él mismo las representa. Nadie que a lo largo de la historia se ha arrogado la representación y el sentir del pueblo al que gobierna, o aspira a gobernar, ha acabado haciendo algo distinto que sojuzgar a los ciudadanos, en la amplia gama en la que actúan todos los populismos y que va desde el mero vasallaje clientelar que puede pasar desapercibido en una democracia hasta la tiranía y el exterminio de los disidentes en los regímenes dictatoriales.
Lo dijo hace unos días el rey Felipe VI, en su discurso de Nochebuena, que “las democracias en el mundo están expuestas a muchos riesgos que no son nuevos; pero cuando hoy en día los sufren, adquieren una particular intensidad”. Luego añadió, como remarcando una obviedad que se nos olvida: “Y España no es una excepción”. Gran verdad. Incluso se podría completar afirmando que España no solo no es una excepción, sino que por la tendencia desastrosa que tenemos demostrada en la historia de enfrentamientos y radicalidad, es justo aquí donde tenemos que andarnos con más cuidado. Por ejemplo, otorgándole una gravedad mayor que la que se le concede a algunos de los episodios que hemos vivido en los últimos días de diciembre, cuando, de forma reiterada, el Gobierno de Pedro Sánchez y sus socios parlamentarios le han negado al Tribunal Constitucional “legitimidad democrática”. También muchos voceros han repetido luego ese mismo argumento, sin llegar a reparar en el disparate que supone. Veamos.
La teoría política más elemental establece que, en un sistema constitucional como el nuestro, la legitimidad democrática es la que le otorgan los ciudadanos con su voto a las instituciones parlamentarias de las que emanan los gobiernos. Cada cuatro años, en las urnas, la legitimidad democrática de las Cortes Generales se renueva y, en consecuencia, se renueva también la legitimidad democrática del Gobierno que volverá a apoyarse en la mayoría existente. A partir de esa evidencia, la primera distorsión grave del concepto de legitimidad democrática surge cuando se pretende conferir al poder político, legislativo y ejecutivo, una mayor ‘autoridad democrática’ que a otros poderes o instituciones del Estado por el hecho de surgir de unas elecciones libres. Desde hace tiempo, por ejemplo, ese es el argumento falaz y disparatado que utilizan algunos contra el Rey, al que se le acusa de carecer de legitimidad democrática. El jefe del Estado en nuestro sistema democrático encuentra la legitimidad en la Constitución, que fue votada por los españoles de forma mayoritaria. Incluso en el supuesto de que, en el futuro, España dejara de ser una monarquía parlamentaria, el jefe del Estado de la supuesta república no tendría más legitimidad democrática que el Rey.
Más peligroso que esa fabulación es el mantra incendiario que ha propagado el Gobierno contra el Tribunal Constitucional. Y, por extensión, contra el Poder Judicial con el argumento de que “no tiene legitimidad democrática porque los poderes emanan del pueblo a través del Senado y el Congreso”, como dijeron tantos. El propio Pedro Sánchez elevó la gravedad del enfrentamiento a nivel de declaración institucional en la que habló de “indignación ciudadana (…) por la vulneración de un principio básico de la soberanía popular” y de falta de respeto de los jueces “a la voluntad popular”. Es decir, que las Cortes, y el Gobierno, tienen preeminencia sobre el Tribunal Constitucional incluso cuando se está cometiendo, a sabiendas, un acto inconstitucional. Es una barbaridad, sí, porque se trata de todo lo contrario, que una democracia solo funciona plenamente si existe separación de poderes y no invasión con la peligrosa invocación del pueblo, la soberanía popular. Eso de hacerse intérprete de la indignación ciudadana para atacar a otros poderes del Estado solo conduce a un lugar, el autoritarismo.
En fin, en todo caso, como ya vimos, y se ha confirmado plenamente con la súbita solución del bloqueo de la designación de miembros del Tribunal Constitucional en el Consejo General del Poder Judicial, todo se ha debido a una estrategia extrema del presidente Pedro Sánchez; ha desatado en quince días una enorme crisis institucional que, como una tormenta de arena, ha tapado las reformas y leyes más controvertidas de su Gobierno. Una vez alcanzado el objetivo, todo vuelve en apariencia a la normalidad institucional que se había cuestionado en los días previos. Pero no es así, claro, porque el daño que se le ha ocasionado al prestigio del Tribunal Constitucional y del Consejo General del Poder Judicial es irreversible. La catarsis es la única solución, pero estamos lejos de eso. Solo había que leer las crónicas de ayer sobre el conflicto, como las de Beatriz Parera e Iván Gil en El Confidencial, para percatarse del destrozo. “Los progresistas del Consejo General del Poder Judicial cambiaron de opinión en solo unas horas, empujados en gran parte por los deseos del Gobierno”, se decía en una de esas crónicas, con lo que ya se admite, abierta y desvergonzadamente, que esos vocales están al dictado de lo que se les diga, como si fueran ‘culiparlantes’, esos diputados de las Cortes cuya labor consiste en apretar el botón que se les indica en cada votación.
Una vez conseguidos los objetivos estratégicos de esta crisis, la tormenta de arena, lo que quería el Gobierno era evitar un mayor desgaste y para eso necesitaba “salirse del avispero”, en expresión de uno de los vocales; el avispero que él mismo había creado, claro. Las mentiras de la legitimidad democrática no volverán a repetirse, ya no habrá quien siga cuestionando al Tribunal Constitucional, ni lo acusará de dar un golpe de Estado. Ya no hablarán más de todo eso porque ahora, según los cálculos del Gobierno, la mayoría progresista tiene asegurado el control del Tribunal hasta el año 2031, cuando en España se habrán celebrado, por lo menos, dos nuevas elecciones generales. De modo, que lo único que habría que pedirle a los de la mentira de la legitimidad democrática es que contesten a una sola pregunta: ¿y ahora, como llamamos a la mayoría progresista del Tribunal Constitucional que se mantendrá durante una década?