Ignacio Camacho-ABC

  • El ciberbulo es sólo una extensión de la mentira política. No se trata de engañar sino de generar emociones reactivas

Los políticos, españoles y de todo el mundo, han descubierto que en internet se miente como el capitán Renault descubría que en el café de Rick se jugaba. Sorprende el asombro, habida cuenta de que en la política se ha mentido siempre; la diferencia es que antes el mentiroso pillado lo pagaba, aunque sólo a veces y en algunas democracias de tradición puritana. Ahora el votante no sólo sabe que le mienten: lo desea. Incluso lo aplaude o al menos lo justifica. Y desde luego no se cree las mentiras porque conoce su verdadera función, que no es engañar sino excitar, activar fobias, apelar a las vísceras, despertar emociones más potentes que las de la vieja, perezosa razón dormida. No son embustes, porque casi nadie se los traga: son consignas. La inmensa mayoría de los bulos, desinformaciones y noticias dolosas que circulan por las redes sociales o la mensajería telefónica ‘cantan’ desde lejos, y sin embargo sus entusiastas destinatarios los siguen difundiendo – «que corra, que circule»–para agitar estados de opinión susceptibles de reverberar en la cámara de eco. Lo que llamamos posverdad no es otra cosa que un fenómeno de sumisión psicológica: la disposición voluntaria a aceptar lo falso como verdadero. Es en la anuencia del receptor, más que en la intención del emisor, donde está la clave del concepto. Convertida la conversación pública en un espectáculo perpetuo, mientras más disparatada resulte la trola mejor contribuirá al entretenimiento.

El objetivo de las ciberpatrañas no consiste tanto en embaucar a los incautos, aunque alguno pique, como en movilizar a los ya convencidos estimulando aún más sus instintos primarios. Hay por ahí gurús electorales muy reputados –y bien retribuidos– cuya especialidad reside en provocar también a los adversarios a través de mensajes hiperbólicos dirigidos de manera específica, mediante técnicas de publicidad segmentada, a los perfiles de sesgo más exaltado. De este modo generan un efecto espejo en la confrontación de bandos, la versión contemporánea, posmoderna, del antiguo debate democrático. Cuando la realidad deja de importar, los agentes públicos se sienten liberados, absueltos de antemano, y pueden dedicarse a prometer imposibles, señalar enemigos imaginarios o elaborar teorías conspiracionistas que satisfagan el zafio paladar de los fanáticos. Ese material trucho, ese ‘bullshit’ prefabricado, pasa con rapidez al tráfico internáutico y, convenientemente aventado por la propaganda, vuelve a las manos de sus autores para que lo denuncien como una amenaza que debe ser combatida y, sobre todo, regulada. El problema es que, en medio de ese proceso, la gente se ha acostumbrado a consumir mercancía averiada, que gusta y engancha, y a ver quién y cómo le explica que se trataba de una broma o algo peor, de una trampa. Y que la libertad de la que tanto le hablan también era una noticia falsa.