La política democrática es muchas cosas, pero siempre es comunicación. Esto es sabido desde que Tucídides mostrara la decisiva importancia de los discursos públicos de Pericles y sus rivales en la antigua democracia ateniense. Sin embargo, de vez en cuando esta verdad práctica se olvida y los líderes caen en temporadas de letargo comunicacional que pueden resultarles letales, sean por vagancia y desdén al estilo de Rajoy y su plasma, o por sobrada soberbia endiosada en el de Sánchez. A éste, alguien le ha convencido in extremis, tras una campaña trumpista de ataque a los medios a imitación del caído Pablo Iglesias (¿por qué le imitará, nadie se lo ha dicho?), de que podría ganar las generales si fatiga cada semana uno de esos platós de televisión que durante cuatro años le han repugnado: Él no es amigo de preguntas y en las distinciones básicas de tipo mentira y verdad tampoco se siente como pez en el agua (la filosofía, ¡ay!, no le gusta a todo el mundo).
La televisión sigue reinando en política
En la época de Pericles, el discurso público de viva voz era la principal herramienta de comunicación política. Lo siguió siendo para los siniestros ascensos de Mussolini y Hitler, mientras que Roosevelt y Churchill le sacaron aún mucho partido en la versión parlamentaria y radiofónica, en la que eran maestros. Pero en la nuestra, es la entrevista de televisión. Es así desde que el medio irrumpiera en Estados Unidos con el famoso debate de 1960 entre Nixon (perdedor) y Kennedy (ganador), cambiando la comunicación política para el siglo siguiente.
A pesar del progreso de internet, la entrevista de televisión sigue siendo la reina de la política. Es el único medio capaz de convocar a millones de espectadores para ver a un animal político después de cenar. Y con la ventaja enorme, para el político, de que a diferencia de internet el público no puede intervenir. La televisión está en decadencia, pero retiene privilegios y sigue siendo comunicación de masas, es decir, es vertical e instaura una frontera insalvable entre el emisor privilegiado y los millones de receptores sin capacidad de respuesta directa (feed back), salvo apagar o cambiar de canal. Ideal para Sánchez… mientras no abuse del efecto, porque como han advertido varios analistas, su retórica torrencial que casi impide hacer preguntas y deriva a monólogo entre agresivo y victimista, la misma estrategia de Donald Trump, puede pasarle factura al mostrarle tal y como es: autoritario, agresivo, soberbio y cerrado. Y tres cosas más que empiezan por “m” que el mismísimo Sánchez tuvo la bondad de reconocer.
Los argumentos rigurosos, racionales y verídicos, expuestos con la exigente y altruista ética comunicacional que pide Habermas, no consiguen votos suficientes ni para llenar un autobús
La comunicación de masas comenzó casi a la vez que la democracia moderna, y desde entonces mantienen relaciones adúlteras: los medios son necesarios para los partidos y viceversa, como se demostró en la instauración del duopolio de televisión con ZP, bendecido -otro desastroso error- por Rajoy y Soraya. La relación simbiótica entre grandes grupos de comunicación y partidos políticos es el germen y modelo del vigente capitalismo de amiguetes (como intento explicar en La democracia robada).
Se supone que la democracia se basa en argumentos racionales y verídicos que luego la gente apoya o no con su voto eligiendo representantes que los asuman, pero la verdad es que el voto depende de emociones de pertenencia, de comunidades de sentimiento e identidad debidamente cultivadas por los medios. No por maldad, sino porque es su forma de ganar dinero (no hay democracia liberal sin capitalismo), y en el caso de los políticos porque son la mejor manera de llegar a su público y convencer de que son sus representantes porque sienten como ellos. En cambio, los argumentos rigurosos, racionales y verídicos, expuestos con la exigente y altruista ética comunicacional que pide Habermas, no consiguen votos suficientes ni para llenar un autobús.
Le ha pasado a Sánchez en el famoso programa de Pablo Motos y sus hormigas de peluche cuando intentó refutar, otra vez, la existencia del sanchismo con un trío de adjetivos
El trumpismo comunicativo tiene sus riesgos, como el exceso, el solipsismo y la autosuficiencia. Estar demasiado seguro de los encantos de uno mismo y despreciar los argumentos contrarios puede llevar, y a menudo lo hace, a resultados desastrosos. Por ejemplo, a introducir justamente el mensaje que querías evitar a toda costa, el popular lapsus freudiano. Le ha pasado a Sánchez en el famoso programa de Pablo Motos y sus hormigas de peluche cuando intentó refutar, otra vez, la existencia del sanchismo con un trío de adjetivos cuidadosamente escogidos, es de suponer, por sus expertos en mensajes. Le salió una definición exacta que sin duda pasará a la historia de los patinazos políticos mortales: “el sanchismo es mentiras, maldades y manipulación”. Exacto. No se puede decir mejor.
Está más allá de la filosofía de Sánchez y sus palmeros comprender que si una cosa no existe, puede tener forma, pero no atributos: por ejemplo, imaginamos la forma de un pingüino rosa de veinte toneladas, pero no podemos calificarlo con atributos o propiedades (son lo mismo) porque los seres fantásticos no tienen (la fantasía es atributo nuestro). Pero mentira, maldad y manipulación no son formas, son atributos morales de un ente real. Si el sanchismo es todo eso y se evalúa o califica por tales atributos, es porque existe, no como el pingüino rosa de veinte toneladas.
El filósofo del lenguaje y politólogo americano George Lakoff lo explicó con una analogía asertiva: no pienses en un elefante, título de un célebre libro suyo. Porque si piensas en elefantes es porque crees que existen. Lo que es peor, tarde o temprano acabarás hablando en público sobre elefantes, asumiendo su existencia con trompa y todo. Si dices que el sanchismo no existe, la regla número uno es no definirlo jamás. Por supuesto, si la oposición ha entendido, hasta el 23J no debería hacer otra cosa que hablar del sanchismo como suma de maldades, mentiras y manipulaciones, según definición del propio autor: Pedro Sánchez.
La manipulación política ejercida por los medios de masas es poderosa, pero no es perfecta: al contrario, puede volverse contra quien mejor cree controlarla. Dicho de otra manera: es muy influyente pero no es determinante, porque ni puede impedir que usted piense y vote lo que quiera, ni que los peores manipuladores caigan víctimas de sus malas artes. Pedro y el lobo del sanchismo, ya saben.