LUIS DE LA CORTE IBÁÑEZ, Prof. de la Universidad Autonoma de Madrid, ABC 08/05/2013
«Después de tanto dolor y tanto tiempo, las mentiras de ETA siguen presentes en el discurso político, con riesgo de contaminar conciencias y decisiones en favor del extremismo. Conviene no olvidarlo y responder una y otra vez a la indignidad y el cinismo.
¿ Te preguntas, viajero, por qué hemos muerto jóvenes, y por qué hemos matado tane stúpidamente? Nuestros padres mintieron,eso es todo.
Como algún lector habrá reconocido, los anteriores versos proceden de un libro de poemas firmado por Jon Juaristi en el lejano año 1987. El poema, como es bien sabido, está referido a ETA, organización terrorista en la que durante un tiempo llegó a militar el propio poeta vasco antes de acabar convirtiéndose en uno de sus críticos más penetrantes y agudos. Empero, es penoso y triste comprobar que en la coyuntura de 2013 las palabras del citado poema no han perdido ni un gramo de su vigencia original. El terrorismo de ETA siempre estuvo enmarañado de mentiras y la mentira aún sigue siendo la principal arma de sus representantes y herederos políticos. Lo venimos comprobando en las últimas semanas y es necesario denunciarlo una vez más, por muy oneroso que resulte. No vaya a ser que algún despistado dentro o fuera de España tome en serio las falsedades con las que la propia ETA y quienes la apoyan pretenden justificar sus demandas de impunidad.
Dos son las líneas de argumentación que alimentan ese discurso falaz donde el polisémico vocablo «paz» cumple funciones de ocultación y engaño. En esencia, la primera de esas líneas corresponde al discurso que construye y consume el propio nacionalismo vasco radical, con ETA y sus socios políticos a la cabeza. En puridad, el discurso que ahora promueve la ETA moribunda (aunque no muerta del todo) es el mismo que propalaba la ETA asesina de hace pocos años. Antes para conducir y ganar una negociación chantajista favorable a objetivos independentistas y excluyentes, hoy para salvar a los terroristas de la cárcel que bien merecen y tergiversar un pasado de miedo y tinieblas en detrimento de la verdad y la justicia que con razón reclaman las propias víctimas del ETA.
En ese discurso los atentados y muertes perpetrados desde 1968 quedan reinterpretados como actos de una guerra, de un enfrentamiento armado y sangriento en el que los contendientes implicados (aquí la misma ETA y el Estado español) habrían compartido y practicado una misma voluntad de matar. Además de repartir simétricamente culpas y daños, esa visión sugiere la necesidad de imponer una solución congruente con la filosofía y metodología de la «resolución de conflictos»: un enfoque que elude la aplicación de las leyes de Justicia ordinaria y que fuera originalmente postulado pensando en guerras civiles e internacionales, en tanto que «conflictos de alta intensidad» (etiqueta académica empleada para designar conflictos armados que provocan más de mil víctimas mortales al año).
Por supuesto, a poco que se esfuerce uno en buscar el contraste con la realidad, las argumentaciones construidas a partir de aquellas premisas se revelan objetivamente endebles. La violencia de ETA no habría gozado de legitimidad alguna de haberse desatado en el marco de una guerra real, pues su orientación contra personal civil, desarmado y no combatiente comporta una transgresión de las propias leyes de la guerra. Pero ya sabemos que no ha existido guerra en Euskadi y que si ETA y sus socios han dicho siempre lo contrario no ha sido más que para oscurecer la dimensión criminal de sus actos: la única decisiva y relevante para juzgarlos, con independencia de los objetivos políticos que los inspiraron. De paso, el referente de la guerra imaginaria incardinaba al terrorismo etarra en el escenario de una conflagración entre naciones, encubriendo la realidad de un conflicto interno gestado en una región marcada por una pluralidad ideológica insoportable para todo «buen» nacionalista…
La segunda línea argumentativa a considerar la asumen frecuentemente quienes, sin formar parte del nacionalismo radical vasco, abogan por zanjar el problema de ETA mediante una política de impunidad idéntica a la que exige la organización terrorista. Este otro discurso propone un razonamiento consecuencialista que parece apelar al principio del mal menor. Un conflicto tan complejo como el que se plantea en Euskadi, se dice, no admite soluciones perfectas, sino que requiere una disposición común a intercambiar concesiones. Antes de que ETA dejara de matar se declaraba en ese sentido la necesidad de llegar a acuerdos políticos con los terroristas en aras de la paz (entendida ésta como coyuntura social y política libre de toda violencia organizada).
Y una vez que los terroristas se vieron forzados a cesar en su actividad violenta el mismo argumento pasaría a emplearse para defender toda suerte de medidas «generosas» hacia los etarras perseguidos y encarcelados, desde la anulación de las causas pendientes, pasando por excarcelaciones colectivas, indultos y procesos de amnistía. Todo debería admitirse (quizá incluso la introducción de cambios en la Constitución…) si con ello se lograra evitar una reactivación del terrorismo. Por el contrario, y según esa misma lógica, si semejante tragedia llegara a producirse habría que buscar sus últimas responsabilidades entre quienes se niegan a transigir con los terroristas y sus reivindicaciones. De aquí a acusar a los demandantes de justicia y las víctimas del terrorismo de enemigos de la paz sólo dista un pequeño salto argumental que no pocos se han atrevido a dar, para vergüenza de todos.
No es preciso rechazar el principio del mal menor para refutar esa segunda línea de argumentación. Menos aún en las actuales condiciones en las que ETA se encuentra, debilitada hasta el extremo por obra de una perseverante acción policial y judicial y operativamente incapacitada para llevar a cabo atentados significativos sin exponerse a perder su última bala y su último militante. Llegados a este punto, no hay mal superior a evitar que el de corromper la lógica moral de un Estado de Derecho por la vía de ceder al chantaje planteado por un matón primero anémico y después desfalleciente. Ninguna emergencia nacional hizo imprescindible la opción de gratificar a los asesinos y acceder a sus peticiones cuando ello se intentó en negociaciones del pasado y ningún gran riesgo inminente plantean ahora esos mismos asesinos para el Estado. Y si no hay una necesidad extrema de retorcer el sentido y el espíritu de las leyes propias de una democracia no hay por qué hacerlo, salvo para quienes tal perversión importe menos que la posibilidad de rentabilizar políticamente el fin de ETA, desde luego en contra del interés general y de la más elemental decencia. De modo que la interpretación de la impunidad como un mal menor no es menos engañosa que su consideración como única salida viable a una guerra inexistente.
Con todo, después de tanto dolor y tanto tiempo, las mentiras de ETA siguen presentes en el discurso político, con riesgo de contaminar conciencias y decisiones en favor del extremismo. Conviene no olvidarlo y responder una y otra vez a la indignidad y el cinismo con determinación y verdad.
LUIS DE LA CORTE IBÁÑEZ, Prof. de la Univer. Autonoma de Madrid, ABC 08/05/2013