La idealización de los comportamientos propios es una atractiva tentación a la que resulta fácil dejarse arrastrar. Sucumbir a ella refuerza la autoestima, insufla energía y ofrece la tranquilizadora sensación de que se ha actuado como correspondía. A poco que se rasque en la realidad puede que no sea así; pero en tal caso, si uno se empeña en ver solo lo que desea, basta con desdeñar a quienes ofrecen un relato incómodo y quedarse con los que repiten lo que queremos oír.
Por ejemplo, que la presión de la sociedad vasca fue la que derrotó a ETA. Que la movilización popular hizo posible, mañana hará diez años, que la banda terrorista cesara en su macabra actividad. Un mensaje repleto de connotaciones positivas. Un motivo de orgullo colectivo. Un ejemplo de rebelión frente al mal. Lástima que no sea cierto.
A nadie se le pueden exigir heroicidades. El fundamentalismo asesino que intentó imponer su ley a través del tiro en la nuca y el coche bomba fue particularmente eficaz en la instauración de un estado de temor que enmudeció a la inmensa mayoría de los ciudadanos que rechazaba sus medios y sus fines. Significarse contra ellos podía equivaler a ser señalado por los chivatos y jaleadores de los pistoleros. A engrosar la lista de amenazados o víctimas. Eso explica que una parte sustancial de la población mirara durante décadas hacia otro lado, hiciera el vacío a quienes estaban en el punto de mira de ETA -aunque en muchos casos fueran familiares, amigos, vecinos…- y evitara pronunciarse en público hasta contra las atrocidades más abyectas.
Nadie está libre de pecado en ese ámbito. Por eso es tan relevante el protagonismo asumido por grupos pacifistas, intelectuales y ciudadanos de a pie que, contra corriente, pusieron a la sociedad ante el espejo y la hicieron reaccionar, aunque fuera tarde, rompiendo un clamoroso silencio contra la barbarie que los más fanáticos pudieron confundir con un pretendido asentimiento. Que el pueblo al que ETA decía defender proclamara que no le representaba y nadie pudiera esgrimir ya sin vergüenza la teoría del árbol y las nueces o repetir que el último asesinado era «uno de los nuestros» porque nuestros lo eran todos y así se manifestaba en las calles.
Sí: la sociedad -mejor dicho, una parte de ella- acabó por plantar cara a la banda cuando esta ya languidecía gracias a la eficacia policial, las leyes, la Justicia y la colaboración internacional que acabaron con ella. Aunque se cuelgue medallas y se las cuelguen los hagiógrafos más inesperados, la izquierda abertzale solo se atrevió a llevarle la contraria a una ETA en estado terminal y en la UCI.
Bienvenido sea el reconocimiento «sincero» de que el dolor de las víctimas «nunca debió producirse» recogido en la declaración leída ayer por Arnaldo Otegi y Arkaitz Rodríguez. Diez años le ha costado llegar hasta aquí. Como bien expresaba el PNV, es de esperar que no necesite otros diez para admitir la «injusticia» del daño causado y que el terrorismo jamás tuvo razón de existir. Se trata de un paso en la dirección correcta, pero que no justifica las lecturas triunfalistas de supuestas rupturas con ETA o inexistentes peticiones de perdón a las que se han aferrado algunos.
Las cosas son como son. Amoldarlas a los deseos supone un autoengaño que recuerda a aquella chica de la canción de Sabina que prefería escuchar mentiras piadosas. De esas ya hemos tenido bastantes. Mejor construir el futuro sobre los cimientos de la realidad.