ABC-IGNACIO CAMACHO

Muchos independientes descubren con amargura tardía que ni la política está hecha para ellos ni ellos para la política

EL mercado de fichajes políticos se diferencia ante el del fútbol en que éste sólo ficha futbolistas, aunque a veces llegue algún sospechoso de no haber jugado a la pelota en su vida. Los partidos, en cambio, incorporan a profesionales de cualquier clase para decorar sus listas: empresarios, jueces, periodistas, abogados, atletas, y, con particular preferencia, personajes de popularidad televisiva. C´s blasona de buena vista, Sánchez hasta ha metido en el Gobierno un astronauta con objeto de darse una pátina científica, Vox está llenando sus candidaturas de militares y en el PP es tradición una cierta cuota de representantes de víctimas. En realidad se trata de una costumbre antigua que ha vuelto a ponerse de moda como remedio a la monotonía endogámica de una partitocracia desgastada y prostituida. A menudo, sin embargo, y más allá de la mayor o menor vistosidad de estas afiliaciones efectistas, suelen sobrevenir problemas de adaptación a un oficio que, como casi todos, anda preso de sus propias rutinas y necesita más de lo que parece una cierta vocación específica. Y así sucede que algunos recién llegados descubren con amargura tardía que ni la política estaba hecha para ellos ni ellos para la política.

Con todo, se trata de una buena idea: fichar talento y brillantez para enriquecer un ámbito con bastantes carencias. Gente que proceda del mundo donde se compite con esfuerzo y destreza en vez de medrar a base de complicidades ciegas. Personalidades independientes y de prestigio con ganas de aportar energías nuevas a una actividad que languidece víctima de sus inercias. Pero no es fácil aclimatarse a una actividad que los propios ciudadanos hemos situado bajo sospecha al punto de estigmatizar a todos los que se dedican a ella. Ni comprobar con amarga sorpresa que la administración pública, por su propia naturaleza, no funciona con la lógica expeditiva y diligente de una empresa ni admite la simple traslación del conocimiento técnico adquirido en otras experiencias.

Luego está el recelo de los aparatos orgánicos, que reciben a los recién llegados como cuerpos extraños y generan automáticos mecanismos de rechazo. El ejecutivo, el médico, el catedrático, se ve muchas veces envuelto en un ambiente refractario: ocupa el puesto para el que se sentían llamados los militantes fieles o veteranos. Se da cuenta de que sus teóricos compañeros reman en sentido contrario o de que sus opiniones rebotan en la soberbia de los mandos. Y acaba por sentirse desubicado en un ecosistema adverso, reacio, que le provoca la soledad del desarraigo. Entonces, si no es lo bastante sectario, llega la conciencia de que ha sido captado como mero elemento ornamental, como gancho mediático para complacer un pasajero capricho del mercado. El pez fuera del agua, escribió Vargas Llosa, uno de tantos, resumiendo esa abatida, viscosa sensación de desengaño.