José Mª Ruiz Soroa, EL CORREO, 25/7/12
Animar a las protestas sólo tendría algún sentido político si el partido que lo hace poseyera un plan alternativo sólido y factible, o bien si busca la revolución
Resulta curioso observar la estrecha similitud que existe, en ciertos aspectos, entre el comportamiento de los mercados de deuda soberana en esta crisis y la actitud de los ciudadanos que protestan en la calle contra los recortes y el empeoramiento de sus condiciones de vida. Y es curioso porque, a primera vista, no caben dos fenómenos aparentemente más contrarios: si de algo se quejan los ciudadanos y sus portavoces mediáticos es, precisamente, del funcionamiento de aquellos mercados. A pesar de ello, sin embargo, tanto la motivación como el comportamiento de los actores individuales implicados son los mismos, como el mismo es el fracaso colectivo al que conducen ambos.
En el caso de los mercados de deuda soberana (esos en los que la prima de riesgo española sube sin cesar), desechada por irreal esa ingenua creencia en su identidad unipersonal y maligna, lo que tenemos es una multiplicidad de actores individuales que persiguen cada uno maximizar su propio interés, es decir, obtener el máximo interés posible de su inversión en bonos. Por eso, la subida constante del interés que provocan con su reluctancia a adquirir nuestros bonos, es una noticia individualmente favorable para cada uno de ellos: mejora la rentabilidad de su inversión. Y, sin embargo, llevada esta búsqueda a su máximo lo que se provoca inevitablemente es la quiebra del deudor (ahora se le llama ‘default’), que llegado a cierto nivel no puede seguir financiándose. Esa quiebra, con toda seguridad, provocará que los bonos sean reintegrados con pérdida (quitas o esperas), de manera que el comportamiento individualmente lógico de cada inversor termina por generar un resultado empobrecedor para todos. De tanto subirle el interés, el deudor terminará por no pagar y el acreedor cobrará menos.
Esta es una situación típica de lo que en la teoría de los juegos se llama «el juego de los prisioneros», en el que si cada detenido actúa movido sólo por su interés particular se consigue un resultado peor para todos ellos.
Claro está que, además de los inversores ordinarios que se quedan con los bonos, están los especuladores a corto plazo, que obtienen beneficios de una carrera loca como la desatada porque, precisamente, su interés es sólo coyuntural. Ellos no quieren quedarse con los bonos al final, sino sólo lucrarse de la estampida en pocos días. Son jugadores con un interés particular distinto al del juego mismo, auténticos ‘gorrones’ del mercado.
Vayamos ahora a las protestas de algunos colectivos sociales concretos contra los recortes. Lo primero, de nuevo, es desechar la idea romántica de que los funcionarios, los bomberos, los jueces, los mineros o los trabajadores (ponga el gremio que toque) salen a la calle motivados por fines altruistas y desinteresados. No es así, si salen precisamente ahora es por su propio interés, para reclamar que se suprima ese concreto recorte o ese daño económico que se les está amenazando o causando. Son actores autointeresados, como los de los mercados, y creen que elevando su nivel de exigencia conseguirán mejorar su resultado.
Pues bien, sucede que como en el caso de los mercados, su actuación reivindicativa garantiza su fracaso colectivo en la obtención de los intereses que persiguen. Si el Gobierno atendiera sus peticiones, se produciría su quiebra y, de inmediato, el empeoramiento global. El juego sólo funciona con éxito si alguno de los interesados consigue un trato especial, algo así como «salirse del juego colectivo», pero la presión competitiva de los demás jugadores lo impide. Sólo quienes consiguen situarse al margen del juego público, los intereses capaces de actuar en la sombra, pueden beneficiarse en esta carrera.
Ellos y también, de nuevo, los especuladores, los que juegan a un beneficio a corto plazo. Que en este caso son los partidos políticos y los sindicatos, que ven la posibilidad de obtener rendimientos tangibles aunque el juego en sí mismo lleve al fracaso, precisamente porque los rendimientos que persiguen se miden en términos de poder y de competencia partidaria. Sacan rédito de un juego colectivo que en sí mismo está condenado a la esterilidad más absoluta. De ahí que alienten o comprendan a los ciudadanos: saben que éstos van contra un muro, pero para ellos la carrera significa desgastar al adversario y obtener poder. Lo hizo el PP el año pasado, lo hace el PSOE ahora.
Animar a las protestas sólo tendría algún sentido político si el partido que lo hace poseyera un plan alternativo sólido y factible, o bien si busca la revolución. Pero ninguna de ambas circunstancias concurre hoy en España. No hay revolución a la vista, y en cuanto a planes sobre la crisis nuestra clase política practica la demagogia desatada o la fatuidad ‘a la vasca’. Es decir, ni ella misma se cree lo que dice.
En las ocasiones en que la acción individual autointeresada en situaciones de interacción colectiva compleja no lleva sino al desastre de todos los actores se precisa que un mecanismo exterior al juego induzca a la cooperación a esos actores. En el caso de los mercados, el desastre puede evitarse con una intervención exterior que se sobreponga a los jugadores. En el caso de la sociedad, con un gobierno de gestión colectiva capaz de convencer a los ciudadanos de que su interés pasa por cooperar. Lo primero es posible que se logre, si el Banco Europeo o algún Fondo sale de su clandestinidad. Lo segundo es altamente implausible, más vale reconocerlo. Estamos todavía en la fase de los especuladores.
José Mª Ruiz Soroa, EL CORREO, 25/7/12