Francesc de Carreras-El Confidencial
- Es el momento de mirarnos al espejo para averiguar si no debemos atribuirnos alguna responsabilidad; si no somos, de una u otra manera, cómplices de un desbarajuste general
En mi último artículo, publicado el pasado jueves, finalizaba afirmando que los españoles «merecemos» otros políticos. Varios lectores comentaron que, si bien estaban de acuerdo con los argumentos y el contenido del texto, discrepaban de esta frase final: sostenían que tenemos los políticos que nos merecemos, es decir, debíamos también asumir nuestras culpas.
Agradecí mucho el reproche porque me hizo pensar que llevaban buena parte de razón, que esta última frase simplificaba el problema y, por tanto, impedía encontrar el camino para resolverlo. Creo sinceramente que no podemos achacar a los políticos toda la culpa de los males que aquejan a nuestra vida pública, sino que también nosotros, los que no tenemos más poder político que votar en las elecciones, hemos de asumir nuestros propios errores y es una posición demasiado cómoda –además de equivocada–¡ trasladarles las culpas solo a ellos.
Quizás es el momento de mirarnos al espejo para averiguar si no debemos atribuirnos alguna responsabilidad; si no somos también, de una u otra manera, cómplices activos de lo que percibimos como un desbarajuste general.
Se trata de saber si determinadas características de nuestra sociedad son también responsables del mal funcionamiento del sistema político
No se trata aquí de asignar a cada uno de nosotros una culpa moral por acción u omisión, todavía menos una culpa colectiva. Por ejemplo aquello tan manido de que los alemanes, todos ellos, son los culpables de la guerra mundial o del holocausto judío. Ni creo en las culpas colectivas y ni tampoco creo que debemos torturarnos pensando ¡qué he hecho yo, Dios mío, para merecer esto!
Se trata de otra cuestión, se trata de averiguar si determinadas características de nuestra sociedad son también responsables del mal funcionamiento del sistema político y, por tanto, para que este se regenere y funcione bien, previamente, o al mismo tiempo, debemos cambiarlos. En definitiva, quizás caemos en la trampa de hacer recaer demasiadas culpas, a veces todas, sobre los políticos: nosotros debemos también asumir las nuestras.
No creo que logremos averiguar del todo la solución de este problema, no es una cuestión que deba resolverse con un sí o con un no, no pueden ser respuestas de blanco o negro. Pero comentarlo en voz alta quizás nos ayude a entender que desprendernos de nuestra responsabilidad para echarla toda en el platillo de la balanza de lo que genéricamente llamamos «políticos» es injusto y erróneo. Al fin y al cabo, a eso que llamamos políticos, o clase política, de forma directa o indirecta, los elegimos nosotros porque en esto consiste, entre otras muchas cosas, una democracia.
También debemos pensar en aquellos viejos y sabios versos de las coplas de Jorge Manrique: «… cómo a nuestro parecer cualquier tiempo pasado fue mejor». Sin remontarnos a los viejos tiempos, en estos más de cuarenta años de democracia han sucedido muchas cosas, buenas y malas, subrayemos lo de malas.
Al presidente Adolfo Suárez, en sus mejores tiempos, se le atacó con saña, hasta ciertos personajes de su mismo partido lo desdeñaban con ferocidad y al fin le traicionaron: se vio obligado a dimitir. Después, ya alejado del poder, en sus penosos últimos años de vida y tras su muerte, ha sido elevado a los altares y hoy es considerado como un héroe de nuestra democracia. Ahora le toca el turno al rey Juan Carlos, ya veremos cómo acabará todo, en ese momento su estado de salud en la opinión pública está muy deteriorado. Pero quizás dentro de un tiempo se recordará más y mejor que ha sido una pieza fundamental en la transición de una dictadura a una democracia y se valore su contribución a tantos decenios de prosperidad general, dejando en el olvido, en nota a pie de página, los por ahora supuestos y caros caprichos de estos últimos años.
¿Cualquier tiempo pasado fue mejor? En ciertos aspectos, si recordamos con exactitud, también se puede alegar que muchos aspectos del tiempo pasado fueron peores, incluso mucho peores.
El sistema político funciona mal, no sé si peor que nunca, pero funciona mal
Sin embargo, los tiempos actuales, ciertamente, no son óptimos. Por muchas razones ajenas al mal funcionamiento del sistema político, sin ir más lejos por causa de la pandemia y sus pavorosas consecuencias sociales que al solucionarse la cuestión sanitaria tardaremos en digerir. Pero también el sistema político funciona mal, no sé si peor que nunca, pero funciona mal. Lo repetimos constantemente, con razón, y ya empieza a cansar.
A mi modo de ver, quizás la causa principal del presente malestar está en que la opinión pública, creada fundamentalmente por los medios de comunicación y muy mal reflejada en las redes sociales, no acierta en distinguir lo grave de lo menos grave, lo importante de lo nimio.
Se da más importancia a las pequeñas corruptelas que a las grandes corrupciones, a Rociito que a los problemas económicos con los que nos enfrentamos; se critican las ayudas a la escuela concertada, pero no se ponen en cuestión unos métodos pedagógicos que menosprecian la memoria, el esfuerzo personal, la cultura y el conocimiento; somos intolerantes con los contrarios, no perdonamos una, pero hacemos la vista gorda con todos los errores de los nuestros. En suma, nos falta ecuanimidad en el juicio, opinamos lo que dicen «nuestros partidos» o nuestros medios de comunicación preferidos, no tenemos criterio propio. Estos son algunos de nuestros pecados.
No nos merecemos otros políticos, sino que los necesitamos para que nuestra sociedad funcione mejor. Para ello debemos exigirnos a nosotros mismos ciertos cambios en determinados órdenes, sean estos éticos, educativos, culturales o institucionales. Cambios en la sociedad que ayuden a crear un caldo de cultivo del cual surgirán, sin duda, mejores ciudadanos y, por tanto, también mejores políticos.