Ignacio Camacho-ABC
- El Barça ha degradado su blasón colectivo para pasar de ser un símbolo de Cataluña a una terminal más del nacionalismo
Partiendo de la base de que hasta que no lo vea fichar por otro club no me creeré nada, discrepo de la mayoría de madridistas que se alegran de que Messi vaya a abandonar el Barça. No porque mi corazón merengue disfrute de su magia sino porque un nuevo contrato por cinco temporadas impediría en primer lugar la renovación de una plantilla envejecida y dominada por el argentino a través del clan de amigos que le baila el agua -Piqué, Busquets, Alba-, y sobre todo arruinaría para muchos años la economía blaugrana infligiéndole una derrota más concluyente e invalidante que cualquier goleada. Si se queda, Messi puede quitarle algunos títulos a un Real Madrid empobrecido financiera y deportivamente por el empeño de construir un estadio galáctico, pero dejará un club en quiebra técnica a medio e incluso corto plazo. En ese sentido, y salvo que se trate de un órdago desesperado, Laporta parece haber entendido que la hegemonía del fútbol contemporáneo, un negocio al fin y al cabo, va a disputarse más ante la banca y los fondos de inversión que sobre el campo.
El FC Barcelona, tan orgulloso de su carácter sociológico de blasón colectivo, ha degradado esa condición para pasar de ser un símbolo de Cataluña a una terminal más del nacionalismo, con su inflada mentalidad supremacista y su aura de victimismo ante agravios ficticios. Y en ese fenómeno mimético ha caído en los mismos vicios, el principal de los cuales consiste en una complacencia incapacitante por falta de pensamiento autocrítico. Anestesiado en la etapa victoriosa de Messi se ha ensimismado con su mito negándose a aceptar la inevitable decadencia del equipo y la necesidad de adaptarse a un cambio de ciclo. El discurso separatista siempre interpreta sus propios problemas en términos conspirativos: España -o sea, Madrid, el odioso centralismo- les roba, La Liga les achica los límites salariales, los árbitros son títeres de Florentino. Sus fracasos son fruto de un oscuro designio de fuerzas empeñadas en oscurecer su brillo y reprimir la conquista de su legítimo destino.
Pero en el asunto de Leo va a ser difícil, incluso para la cerrazón soberanista, encontrar culpables ajenos. Fueron los directivos culés los que decidieron pagarle cantidades exorbitantes de dinero que la masa de seguidores dio por buenas con tal de mantener un sueño de grandeza a cualquier precio. Nadie se atrevió a decir que ningún futbolista vale eso, como casi nadie osa cuestionar el ‘procés’ que ha provocado el hundimiento de un modelo social y económico de éxito. Había que seguir alentando un proyecto quimérico aunque el club o la sociedad catalana se rompieran por dentro. Ya aparecería alguna solución en el último momento: un providencial préstamo, el indulto, la negociación con el Gobierno. Y lo de Messi tal vez encuentre salida pero lo más grave, el conflicto de convivencia, tiene ya muy mal arreglo.