Ignacio Camacho-ABC
- Para que el pacto de Estado tenga sentido, Sánchez tendría que dejar de ser Sánchez y desvincularse de sí mismo
Menos de un cuarto de hora duró la llamada con que Sánchez comunicó -que no consultó- a Casado la cantada prolongación del estado de alarma. Y más o menos lo mismo la conversación que mantuvo con Inés Arrimadas. Ambos le dieron el visto bueno a la medida pese a las sospechas cada vez más claras de que la actual restricción de derechos no encaja en el supuesto constitucional que la enmarca. No se habló de pactos ni de nada parecido a lo que el presidente mencionó luego en su plúmbeo discurso sabatino, esa farragosa intervención televisada con que suplanta las comparecencias parlamentarias de control del Ejecutivo. Así que aunque a buen fin no haya mal principio, la iniciativa de una
alianza de reconstrucción nacional empieza mal su recorrido; por su propia naturaleza un pacto es un compromiso, un convenio entre partes que implica la renuncia al unilateralismo.
Pactar es ceder. Buscar un espacio común de encuentro a partir de una voluntad franca de mutuo acercamiento. En la política española actual, a diferencia de la de la Transición, no sólo no existe clima de consenso sino que han florecido partidos nuevos para los que la ruptura -con el sistema o con la nación, o con las dos cosas- es parte esencial de su proyecto. La mayoría de ellos forman además el bloque de apoyo al Gobierno. Y hay otro problema: que quien debe liderar el acuerdo ha engañado a tanta gente en tan poco tiempo que carece por completo de crédito. Un aventurero profesional es la persona menos adecuada para compartir riesgos. A la oposición le sobran motivos para desconfiar de que su ofrecimiento sea sincero, de que no se trate de una nueva impostura, de un mero gesto cosmético, del enésimo intento de construir un argumentario exculpatorio para dejar al centro-derecha fuera de juego.
Aun así, y a sabiendas de que Sánchez pretende que le extiendan un cheque en blanco, ni PP ni Ciudadanos pueden rechazar de antemano la posibilidad de un compromiso de Estado que la situación de descalabro social vuelve objetivamente necesario. Eso sí, con sus propuestas bajo el brazo, con un programa reformista moderado capaz de reunir el apoyo de dos tercios del arco parlamentario. Ha de ser el jefe del Gobierno el que se retrate eligiendo la compañía con la que desea transitar el resto del mandato. Aún está a tiempo de cambiar el paso; al fin y al cabo, los principios nunca le han importado a la hora de mostrarse crudamente pragmático. Y más pronto o más tarde, Iglesias acabará por soltarle la mano.
Pero para eso hay un inconveniente casi metafísico: Sánchez tendría que dejar de ser Sánchez y convertirse en un dirigente distinto, capaz de abandonar ese concepto suyo del poder como un sitio en el que estar, como un destino, no como una responsabilidad de servicio. Y eso quizá sea demasiado esperar de un político que no conoce otra lealtad que la que se profesa a sí mismo.