Gabriel Albiac-El Debate
  • La lógica de la Audiencia es básica: alguien que no ha pasado ningún filtro académico, que ni siquiera posee una licenciatura, es beneficiado con una docencia universitaria para la cual no aduce mérito relevante

La Audiencia Provincial de Madrid ha dado por bien fundada la investigación del juez Peinado sobre la posible corrupción de la esposa del presidente. Que equivale a decir, la verosímil prevaricación del presidente, puesto que no existe en España estatuto del cónyuge presidencial, ni ocupa la señora Gómez cargo ni potestad oficiales. Su esposo, sí.

La lógica de la Audiencia es básica: alguien que no ha pasado ningún filtro académico, que ni siquiera posee una licenciatura, es beneficiado con una docencia universitaria para la cual no aduce mérito relevante; ese encargo es negociado en su domicilio familiar con el rector de una universidad pública; y financiado por empresarios privados. Hasta ahí, feo; no necesariamente delictivo. Pero, resulta que, azarosamente, el domicilio en el cual la contratación se tejió fue el Palacio de la Moncloa. E igual de azarosamente, la empresa financiadora del invento es deudora de la benevolencia de Moncloa. Y, en efecto, puede ser –porque hay sorpresas en todo– que tan peculiar trama no sea delictiva. Puede incluso que rector y empresario no supieran que aquello era el Palacio de la Moncloa y aquella la cónyuge del primer ministro. Puede. Pero huele que apesta. Y una Audiencia que negara a un juez la oportunidad de al menos investigarlo, estaría incurriendo en una prevaricación de manual.

La evidencia judicial deja de serlo, cuando la jerga política suplanta a lo real. Y lo traduce en su más preciado abracadabra cabalístico. He buscado algún argumento que, desde la secta sanchista, propusiera razones para abominar del aval concedido por la Audiencia al juez. Y ese argumento es siempre el mismo: «Begoña Gómez es de izquierdas; los jueces, de derechas». Cualquier argumentación es ociosa ante tanta sabiduría.

Entonces, me ha vuelto a golpear una vieja certeza. Lo peor, en la España contemporánea, no son los robos ni los crímenes concretos que políticos con nombre y apellido han ido cometiendo y que quedaron casi siempre impunes. Lo que pudre hoy el alma española es esa idiota arrogancia de pensar que una metáfora vacía –«izquierda»/«derecha»– pueda ser coartada para cualquier cosa: inmoral simplemente, o en diversos grados, delictiva.

Una metáfora sirve para lo que sirve: facilitar la fuerza representativa y emotiva de la lengua. Que Aristóteles define, con pulcro rigor, como «transferencia del nombre de una cosa a otra». En lo de «izquierda» y «derecha», podemos hasta fijar la fecha en la cual la traslación metafórica se genera: verano de 1789 francés, votación sobre el derecho de veto real. Para facilitar el cómputo, se pide a los diputados que estén a favor que se coloquen a la derecha de la sala, a la izquierda los que se opongan. No era aún una metáfora que sirviera para más que para un recuento rápido. Conviviría después con «llanura/montaña» que fue criterio de demarcación entre jacobinos y girondinos.

A lo largo del siglo XIX y de la primera mitad del XX, el eje metafórico «izquierda/derecha» impuso una visión del mundo casi irrebasable. Alcanzó su ápice en los turbulentos años de la Guerra Fría, cuando el clima no era propicio a demasiados matices. Se fue a pique en 1989, cuando la caída soviética puso crudamente a la vista que todos los mecanismos despóticos contra los cuales la «izquierda» creyó librar batalla, habían sido llevados al límite de su barbarie en aquella «patria de la izquierda» que, desde Moscú, se dijera epicentro liberatorio. Dar ahora, como paradigma de «izquierda», el derecho a prevaricar en familia sin castigo, es el último peldaño en la degradación del lenguaje. Una «neolengua» a la altura de la fábula orwelliana.

El viajero que por primera vez pasea por las calles de Atenas podrá quedar atónito al cruzarse en su camino un motocarro cuyo costado exhibe la palabra «metáfora». El ciudadano ateniense ni se inmuta: no necesita él haber leído a Aristóteles para saber que tiene delante un carricoche de transportes y mudanzas. No hay equívoco. Sencillamente, porque en griego «metáfora» no es una «metáfora». «Derecha» e «izquierda», metáforas hoy de tiempos idos, sirven sólo para hacernos más imbéciles. A todos.