Ignacio Camacho-ABC

El separatismo va ganando su batalla porque tiene más convicción en su proyecto que los españoles en el de España

EL futbolista Piqué no debe abandonar la selección española. El futbolista Piqué debe ser expulsado de la selección española. Porque por algún sitio este país ha de empezar a respetarse a sí mismo y el fútbol, aunque no sea un asunto de gran relevancia, tiene una enorme fuerza social en el plano de los símbolos. Bien lo saben los nacionalistas catalanes, que han convertido al Barça en emblema de su mito del pueblo cautivo. España tiene que rebelarse de una vez contra esa condición de cenicienta desdeñada que le ha adjudicado el separatismo; ese humillante papel de payaso de las bofetadas que ríe resignado con la rutina de los agravios al Rey y al himno. Dejar de ser el anfitrión complaciente que cede la casa y la cama a quien lo trata como a un enemigo.

Son sólo detalles, sí, pero detalles en los que se esconde el modo de enfrentarse a un conflicto. El de Cataluña es una revuelta incubada en un largo tiempo de autocomplacencia y victimismo, a la que España ha asistido con complejo de culpa, con un sentimiento remordido. Todavía hoy persiste esa torturada impronta de contrición tras la asonada golpista del domingo, como si los españoles tuviésemos que hacernos perdonar las ofensas que hemos recibido. Como si nos agobiase la mala conciencia de haber desatado los demonios de una justa rebeldía ante nuestro secular autoritarismo.

Por eso el mayor Trapero sigue en libertad; por eso Puigdemont y Junqueras continúan conspirando en pleno ejercicio de sus cargos. Por eso hay una revolución en marcha para desintegrar el Estado. Por eso el Gobierno titubea, la justicia bosteza y la sociedad asiste impávida a los síntomas de colapso. Por eso Pedro Sánchez exige una rendición al chantaje disfrazada de diálogo. Por eso los independentistas están dispuestos a proclamar la secesión por un atajo. Por eso las banderas rojigualdas que han florecido en una insólita sacudida de hartazgo languidecen en los balcones hasta que sus dueños las recojan y plieguen de nuevo en los armarios melancólicos del desencanto.

Por eso Piqué cree que puede jugar con la camiseta española sin atisbo de incoherencia. Porque en su profundo narcisismo está acostumbrado, como todos los soberanistas, a la ley del embudo, a hacer siempre lo que mejor le convenga. Porque nadie le ha hecho ver nunca que hay en España otros sentimientos de identidad y de pertenencia, códigos intangibles que exigen un mínimo respeto a unas reglas. Porque el nacionalismo se ha habituado a pensar que lo suyo es sólo suyo y lo de los demás, de todos, y a sentirse acreedor eterno de una ficticia deuda. A considerar dependiente a una nación a la que le reclama la independencia.

Por eso el nacionalismo va ganando su batalla. Porque nunca encuentra quien le refute su sinrazón, le ponga pie en pared o le plante cara. Y porque tiene más convicción en su proyecto que los españoles en el de España.