IGNACIO CAMACHO-ABC

  • En su proceso de deconstrucción constitucional, el Gobierno lleva un tiempo privando a la Corona del preceptivo refrendo

La democracia son elecciones, pero también leyes, mecanismos de control, códigos institucionales, hechos compartidos, usos consolidados. Esa delicada trama de formalidades es lo que separa un régimen liberal avanzado de una satrapía de palmerales con urnas puestas de vez en cuando. Se trata de la letra pequeña de una carta fundacional redactada, a través de sus representantes, por el sujeto soberano: un contrato llamado Constitución cuyas cláusulas rigen siempre y para todos, de arriba abajo, porque definen la organización, la estructura y el funcionamiento del Estado. Lo que el constituyente pone por escrito son reglas del sistema, no formulismos protocolarios.

En la monarquía constitucional española, el carácter simbólico de los poderes del Rey exige –CE 64.1– que sus actos estén refrendados por el Gobierno o, en los casos de la propuesta y nombramiento de presidente y de la disolución de las legislaturas, por el titular del Congreso. Así se expresa el vínculo de legitimidad anclado en la ‘ultima ratio’ de la voluntad del pueblo. Sin refrendo escrito o presencial no hay decisión real válida salvo –CE 65.2– las relativas a la esfera privada y a la plantilla de su Casa. Y las personas que pueden otorgar esa ratificación, y por tanto asumir la responsabilidad jurídica de la que carece el monarca –CE 64.2–, están tasadas: líder del Ejecutivo, ministros o ‘speaker’ de la Cámara Baja. Ninguna de ellas, excepto Margarita Robles y sólo durante un par de horas, va a acompañar al Jefe del Estado en su gira de tres días a las repúblicas bálticas.

No es la primera vez. Ha ocurrido en otros dos viajes oficiales a Hispanoamérica, donde el Gobierno ha hecho una interpretación laxa (y dudosa) de la Carta Magna para enviar a altos cargos de condición subalterna. En esta ocasión, ni siquiera: Felipe VI partió sin refrendo de ninguna clase a visitar nada menos que una zona bajo tensión prebélica. Si la razón de la incomparecencia no es precisamente la incomodidad de los socios de Sánchez con la participación española en la defensa europea, estamos ante un intolerable fallo de coordinación técnica que en la práctica es una nueva falta de respeto a la función regia. Y en ambos supuestos existen precedentes para albergar motivos de sospecha.

Faltan explicaciones. Presidencia debe, en imperativo, aclarar si en Moncloa molesta que la Zarzuela tenga agenda propia. Y aunque así fuera, el desplante pone de manifiesto una tirantez institucional perniciosa y un patente desafecto –cuando no desdén– gubernamental hacia la Corona. Que es lo mismo que decir a la Constitución, cuyos preceptos resultan burlados demasiado a menudo por la vía oblicua del constructivismo sanchista. La soledad física del Rey en Estonia simboliza su progresiva, deliberada preterición política. Pero también su digna resistencia a convertirse en una cariátide decorativa.