JON JUARISTI, ABC 17/02/13
· Se está convirtiendo a los políticos, sin hacer distinciones, en los chivos expiatorios de la crisis económica.
Un aerolito se ha lanzado en plancha sobre Cheliabinsk, a mil y pico kilómetros de Moscú, cerca de los Urales, hiriendo a miles de personas y destruyendo tejados, ventanas, isbas y samovares. Mientras escribo esto, un asteroide del tamaño del Ministerio de Agricultura y Pesca pasa rozando la ionosfera antes de perderse en el infinito o estrellarse en Parla, pues, como dice el refrán, al que nace para martillo del cielo le caen los clavos (o al revés). Se ha recordado con insistencia en las últimas semanas que los dinosaurios se extinguieron a causa de un acontecimiento semejante, una de las muchas ideas falsas que la divulgación científica ha impuesto como si se tratase de verdades comprobadas. Pero en fin, estas cosas entretienen y animan, como el fin del mundo según el calendario maya o los alegres pronósticos de San Malaquías, que también han salido a relucir con motivo de la dimisión de Benedicto XVI. Lo que sí está demostrado es que nada viene mejor para la angustia existencial que las catástrofes domésticas, como que se rompan las cañerías o te roben la cartera. Y como el personal ha ido acumulando mucha bilis negra, nada mejor que un apocalipsis para relajarse.
El único inconveniente de las terapias de choque (de choque sideral, se entiende) es que, si no se cumplen las expectativas, la depresión regresa multiplicada al cubo, como en aquellos romanos o bizantinos de Cavafys cuando los esperados bárbaros no llegaban. Y la depresión no se cura de cualquier modo. Las catástrofes alejan la depresión: nadie tan eufórico como Robinson Crusoe después del naufragio. Lo malo es que no se acaba de naufragar, aunque por cada vía de agua que tapa el Gobierno se abra una más gorda sin darle respiro. Como decía aquel orador del XIX, la nave del Estado navega sobre un volcán y con la mecha encendida, pero no se va a pique, lo que, sorprendentemente, suscita más impaciencia que alivio, y, sobre todo, mucha mala uva.
Porque no cabe hacerse ilusiones. Una gran parte de la población está deseando la catástrofe y la bronca. Se la ha calentado a tope, irresponsablemente. Es difícil calcular las proporciones, pero en la irritación ciudadana concurren la corrupción y la agitación deliberada contra los políticos, que se han convertido, sin distinciones, en los malos de la película. O sea, en los más probables chivos expiatorios de la crisis. Que se permita a unos demagogos incendiarios, a quienes nadie ha elegido como representantes del dudoso colectivo que afirman representar, expresarse sin bozal en la sede parlamentaria y amenazar desde una tribuna pública a los diputados allí presentes, además de una vergüenza que se nos debía haber ahorrado, constituye un síntoma de la perplejidad y el desconcierto de una clase política que se siente odiada (y lo es, sobre todo por los peores). Reaccionar desde el puro moralismo, como se está haciendo, es una pésima salida.
Porque frente a la corrupción, la solución no está en la transparencia. La trasparencia, Dios, la trasparencia: la transparencia compulsiva —una de las muchas tonterías de Rousseau— destruye la libertad con una contundencia de meteorito. En un medio trabajado sistemáticamente por el resentimiento y el revanchismo, agrava la envidia e incita al crimen. La tentación de calmar a las fieras echándoles carnaza es muy fuerte, pero no se apaciguarán con la exhibición de las declaraciones fiscales de los políticos, al contrario. La ejemplaridad pública no consiste en eso: el buen político no es el que mete las narices en la cuenta bancaria del adversario, sino el que, consciente de sus debilidades, sabe vigilarse a sí mismo.
JON JUARISTI, ABC 17/02/13