EL MUNDO 12/04/17
TEODORO LEÓN GROSS
TIEMPO atrás se convocó un certamen para determinar la palabra más triste del idioma. Por más que los idiomas tiendan a ser positivos, según el Principio de Pollyana, y que el español haya sido identificado como la lengua más feliz –aplicando el Big Data a cien mil palabras en una veintena de idiomas, investigadores de Vermont concluyeron que no hay otro tan boyante como el español, por delante del portugués y el inglés, en contraste con la melancolía del ruso o el chino– no faltan palabras tristes donde elegir. En ese mismo campo semántico, vocablos como pena, amargura o desolación, y en la zona de sombra de la realidad otras como avaricia, violencia, metástasis, terrorista o incluso ERE como sugiere Álvaro Pombo. Sin embargo, el concurso se resolvió con la victoria de pero. Nada es tan triste como esa adversativa, la conjunción que sirve para claudicar («ojalá, pero…»), rebajar los elogios («es una gran persona pero…») o resistirse a la realidad («es un atentado salvaje pero…»). Un pero es a menudo la antesala de una mezquindad.