ABC 08/07/14
JUAN SAN ANDRÉS , PSICÓLOGO Y EXPERTO EN RECURSOS HUMANOS
· «La palabra patria está totalmente ausente en los discursos políticos, e incluso el propio nombre de la nación, España, es evitado activamente»
EN España tenemos un problema con nuestra identidad nacional. Ese problema, además de ser de naturaleza política, es de naturaleza psicológica. La reafirmación y el confort psicológico que un americano o un francés extraen por el mero hecho de serlo, en nuestro caso están aminorados. Habrá quien saque pecho y diga que está muy orgulloso de ser español, pero desgraciadamente no serán muchos. Los problemas territoriales y la historia desde el siglo XIX han ido difuminando los perfiles de lo español, cuestionando o directamente afeando todo lo que tiene que ver con lo español o, y quizás esto es lo más perjudicial, identificando lo español con la dictadura franquista. Los políticos actuales han ido borrando en sus discursos las referencias a nuestra nación. No se habla apenas de España y muchísimo menos aún de Patria.
Patria es la manera afectuosa y emotiva de referirse a la propia nación. El orgullo nacional (que a efectos prácticos es sinónimo de patriotismo) es el afecto positivo que los habitantes de una nación sienten por haber nacido en ella. Este orgullo nacional proporciona parte de la autoestima que alimenta el Yo Social de los ciudadanos de un país. Conviene distinguir el patriotismo del nacionalismo. El nacionalismo exige empequeñecer a los demás para sentirse grandes, exige exacerbar los caracteres propios como hechos únicos. Por el contrario, el patriotismo solo precisa sentir un legítimo orgullo por lo alcanzado, por un proyecto de futuro, por quienes somos, por la historia, pero no a costa de disminuir a los demás. El patriotismo es sano, el nacionalismo no.
En España la falta de una idea ampliamente compartida de patria española nos ha convertido, en cierto modo, en «apátridas». Como reacción al énfasis que en la dictadura se hizo en la Patria española, por asociación del concepto de patria con la dictadura, en lo que llevamos de democracia se ha caído en el extremo opuesto, en el que la palabra patria está totalmente ausente en los discursos políticos y sociales y en el que, incluso, el propio nombre de la nación, España, es evitado activamente.
Algunos de los ciudadanos españoles, los que viven en Cataluña, el País Vasco o Galicia, han podido encontrar patrias alternativas que son promovidas con fuerza por unas elites políticas –de izquierda y de derecha– que han sabido aprovecharse de la ausencia de reconocimiento de la patria española de los partidos nacionales. Cuando un país no aporta a sus ciudadanos elementos claros para desarrollar su autoconcepto y su autoestima en este particular aspecto se genera una carencia.
Los gobiernos de España carecen de visión y sentido común en este aspecto. Abandonan la promoción del necesario sentimiento de valía ligado al lugar del que se es a los políticos de las autonomías, los cuales proveen a sus habitantes de un sentido de identidad local de naturaleza nacionalista, es decir, enraizado en sentimientos de superioridad respecto a sus vecinos. Aquí, el sentimiento patriótico funciona como un juego de suma cero: el patriotismo a fomentar en las comunidades con impulsos nacionalistas se logra en detrimento del español. La trampa, obviamente, está en que ese orgullo de pertenencia a Cataluña, al País Vasco o a cualquier otro lugar podría ser paralelo y coincidente en dirección con el de ser español: no tendría por qué construirse uno a costa del otro. Sin embargo, los líderes nacionales han abandonado este campo de su acción política y social.
En la transición, el término patria desaparecía de los discursos en el ámbito nacional. Tan solo los partidos de extrema derecha lo usaban, lo que reforzaba a los demás en su determinación de olvidarlo. Los partidos nacionalistas locales aprovecharon a la vez ese vacío y la necesidad de la gente de obtener un sentido de identidad y pertenencia, algo que todas las grandes naciones ofrecen a sus ciudadanos por defecto. Los dirigentes nacionales les regalaron una poderosísima herramienta sociopolítica para alcanzar el poder y hacer nacer ideas de desapego respecto a España.
La ausencia de un discurso de «patria española» limita los sentimientos de identidad y pertenencia a momentos y situaciones menores como el deporte, la gastronomía o, en ocasiones, los negocios. Hace que el aspecto social y nacional de nuestra identidad sea de intensidad débil. Nos escamotea los innumerables motivos de orgullo que la historia de España nos ofrece. Motivos que son realidades objetivas, a menudo más reconocidas fuera que dentro. Nos escamotea también cubrir la necesidad que tienen las personas de saber que forman parte de un proyecto colectivo de futuro viable e ilusionante.
El paso del tiempo, la larguísima crisis y sus tremendos efectos sociales, la pobre gestión pública de la enseñanza y la extensión e intensidad de la corrupción política podrían estar haciendo que pertenecer a esa realidad que es España sea menos atractivo. De manera complementaria, quienes promueven las otras patrias encuentran en estas situaciones recursos adicionales para hacerlo con más fuerza y convicción. No es que ellos no tengan el mismo paro o la misma corrupción; lo que no tienen son inhibiciones para hablar de sus proyectos nacionales, de sus patrias gallega, vasca o catalana; lo que les falta son figuras de prestigio que eleven su voz para apoyar sus planes nacionalistas.