LIBERTAD DIGITAL 15/03/17
CRISTINA LOSADA
· Se quita protagonismo a los españoles que apoyaron con rara unanimidad el proceso de tránsito más realista, más seguro y más reconciliador que pudo encontrarse.
Desde que la Transición se convierte en relato, compiten dos versiones de ella que interpretan de forma muy distinta el carácter de la sociedad española de la época. En una, el pueblo español era mayoritaria y activamente antifranquista, y no sólo: estaba por una ruptura cuasi revolucionaria con la dictadura y por un sistema político que ahora llamarían de democracia real; no una mera democracia burguesa, que es como se hubiera dicho entonces. Si aquel impulso se frustró fue por la traición de las élites, en concreto de las élites de la izquierda.
En la otra versión, el pueblo español estaba mayoritariamente contento con el franquismo, apreciaba la prosperidad lograda y el orden, no echaba de menos la libertad ni se metía en políticas y aceptó el tránsito a la democracia más como algo inevitable que como algo deseable. Asistió como espectador al proceso y se dejó guiar por los reformistas del franquismo que lo pusieron en marcha.
El punto en común que tienen estas dos historias enfrentadas es que en ninguna de ellas hay amigos de la libertad. Los antifranquistas cuasi revolucionarios de la primera versión no lo son, como no lo eran los antifranquistas de una u otra confesión comunista que existieron realmente. Los franquistas pasivos o tibios de la segunda versión tampoco son fans de la libertad, dada su indiferencia al respecto, y hasta se les vislumbra, en el relato correspondiente, una congénita desconfianza hacia ella, no vaya a traer desorden y libertinaje.
Siguiendo una u otra ruta, escuchando uno u otro relato, la conclusión en este aspecto es la misma: entre los españoles de la época de la Transición no había amigos de la libertad. O eran comunistas o eran franquistas, pero amantes de la libertad y la democracia, ninguno. Y si los había, cabían en un taxi.
El problema que yo tengo con esa conclusión, además de que huele al típico autodesprecio español, es mi padre. Porque mi padre, que falleció hace unos días a la edad de 97 años, se contaría, según lo dicho, entre los del taxi: entre los españoles de a pie que rechazaban la dictadura, no eran comunistas y querían libertad y democracia para su país.
Su rechazo a la dictadura le llevó a asumir algún riesgo. Pasó tres meses en la cárcel de Vigo por colaborar en el lanzamiento de unas octavillas. Fue a principios de la década de 1960, cuando un acto de ese tipo podía tener consecuencias muy duras. Una colateral, menor, incluso divertida, fue que en la ciudad, donde era una persona conocida, se pensara desde entonces que él era comunista, cuando profesaba un anticomunismo acérrimo y era un admirador de los Estados Unidos. La angustia que vivió le dejaría secuelas, pero el suceso no le hizo flaquear en su actitud contraria a la dictadura.
La cuestión que siempre me ha planteado la actitud política de mi padre, que naturalmente fue un entusiasta de la Transición, es si el suyo fue en verdad un caso excepcional. Si dio la casualidad de que era uno de los cuatro gatos del taxi o si, por el contario, el taxi era una imponente flota de autobuses. Una flota en la que circulaban muchos otros españoles, cientos de miles, millones, qué importa, que, igual que él, eran amigos de la libertad.
Yo no solía creerle cuando le oía decir que «todo el mundo» estaba contra el franquismo salvo unos cuantos «carcamales». No le creía a pesar de que lo decía alguien que por su oficio hablaba con mucha gente. Pero con el tiempo tiendo a pensar que tenía razón. ¿Por qué no iba a haber otros muchos españoles como él? No comunistas, no franquistas, no tibios, tampoco temerarios, pero sí españoles que deseaban positivamente el final de la dictadura y la constitución de una democracia sin adjetivos, una democracia como las demás.
Es curioso que en los relatos que ahora circulan de la Transición se conceda tanto espacio a la sombra del miedo. En cualquiera de las versiones, lo que habría caracterizado a ese momento fue el miedo que sentían los españoles: miedo a un golpe militar, miedo a un enfrentamiento civil o miedo a la libertad. ¿No se atisba ahí, de nuevo, el autodesprecio? Resulta que a la hora de valorar uno de los procesos políticos de los que podemos sentirnos más orgullosos los españoles se dice que lo que dominó fue el miedo. Y ¿por qué iba a ser el miedo el telón de fondo de la Transición y no un sentimiento más noble?
Claro que hubo temores. Es natural que los hubiera. Pero reconocer que los hubo es una cosa, y otra distinta es concederle todo el protagonismo al miedo. Un protagonismo que se les roba a los españoles que en aquel momento aspiraban a vivir en libertad y que, por ello, apoyaron con rara unanimidad el proceso de tránsito más realista, más seguro y más reconciliador que pudo encontrarse. Lo hicieron sin la experiencia de la democracia, pero provistos de su experiencia vital. Fue, ante todo, un acto de madurez. Un acto de madurez por el que siempre estaremos en deuda con ellos. Con los españoles que quisieron y consiguieron plantar esa planta frágil entre las frágiles que es la libertad.