15 Oct 2017 / by arovite / in Terrorismo
Ernesto Ladrón de Guevara-Aerovite
Mi testimonio no se refiere tanto a mi condición de víctima directa del terrorismo cuanto al sufrimiento que miles de vascos tuvimos en un contexto de persecución al diferente, de exclusión o de amenaza.
Desde mediados de los años ochenta me involucré en la oposición a la instrumentalización del sistema educativo y en la lucha contra el adoctrinamiento, sobre todo en los estadios de escolarización más primarios; fundamentalmente, en aquel tiempo, en la Educación General Básica.
El euskera impuesto a machamartillo, determinadas ikastolas englobadas en un sistema paralelo de escolarización con sesgo nacionalista, y un profesorado que apuntaba hacia un nacionalismo en expansión, generaban fuertes tensiones en los claustros, un ambiente reivindicativo en torno a la euskaldunización como instrumento y un componente ideológico que contaminaba a la escuela. Mi sensibilidad docente, que ponía en valor al individuo y sus derechos, y el respeto superior al interés del niño, me obligaba a poner pie en pared contra la politización acelerada y a la fuerte tendencia abertzale que ya apuntaba en aquel tiempo y que luego se iría extendiendo. Prueba de ello ha sido el voto sindical, que giró de sindicatos con un componente no nacionalista a otro característicamente nacionalista, cuando no proetarra.
En aquel contexto me propusieron ser el Delegado Territorial de Educación de Álava, en el gobierno de Ardanza, con Ramón Jauregui como vicelehendakari, tras unas elecciones marcadas por el asesinato de Enrique Casas, importante pilar del Partido Socialista de Euskadi, al que yo pertenecía. Este hecho me dejó marcado de tal manera que di un giro en mis posiciones de relativa distancia respecto al terrorismo de ETA. Hasta entonces me indignaban los asesinatos de miembros de Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado y de las Fuerzas Armadas, pero no me sentía especialmente concernido. Hoy me avergüenzo de mi indiferencia, pero quiero significarlo como hecho bastante común en la sociedad vasca, que por enfermedad moral se mantenía al margen de acontecimientos tan siniestros.
Siendo Delegado Territorial sentí en propia carne el fanatismo de quienes creen que vascos son solo ellos y se sienten con derecho a aplicar a los demás sus criterios a través de la imposición y de la persecución al que no piensa igual. Mi función no tenía otro objeto que la planificación educativa provincial siguiendo las directrices del Departamento de Educación del Gobierno Vasco y el cumplimiento estricto de la legalidad, sin concesiones a ningún tipo de arbitrariedad. Pero quienes consideraban que la educación era un campo de batalla para lograr la nacionalización de las masas no lo entendían así, y me tenían como objeto de sus iras y acosos por ser un obstáculo a sus sectarias pretensiones. Esos tres años, antes de dimitir, fueron los peores de mi vida. Acudían en manifestación ante mi vivienda acompañados de sus hijos con todo tipo de gritos e insultos hacia mi persona, con gran sufrimiento de mi familia, de mi mujer y mis dos hijos en edad infantil. En unas ocasiones unos individuos me seguían a corta distancia en mis desplazamientos, en actitud coactiva; en otras, saboteaban actos como el festejo del día del maestro, que celebrábamos con ocasión de su patrón todos los años, o asaltaban las dependencias de la Delegación de Educación. Así sucedió, a modo de ejemplo, en las fechas previas a la navidad de 1988, en las que quince encapuchados entraron violentamente a la Delegación volcando bolsas de basura y provocando pánico en los funcionarios. Yo tuve que saltar por una ventana de mi despacho que daba a un patio interior. En este clima se desarrollaron aquellos días que me dejaron como consecuencia una diabetes y tensión alta, y una ansiedad de la que aún me quedan rastros.
Continuando a través del tiempo, alcanzados los prolegómenos del nuevo siglo, tras el asesinato de Miguel Angel Blanco me sumé al Foro Ermua, con cuyos primeros manifiestos me identificaba de forma absoluta. Anteriormente había participado en las concentraciones que se realizaban contra el secuestro de Ortega Lara, convocadas por Gesto por la Paz. Y, por azar del destino, me vi involucrado en el viaje que una representación del Foro Ermua hizo a Estrasburgo para denunciar la situación vasca de privación de libertades y de permanente estado de excepción. Más tarde, por razones que no hay lugar para exponer, tuve que asumir, por responsabilidad, la secretaría y una de las portavocías del Foro.
Los adláteres de ETA y el llamado nacionalismo democrático formaron un consorcio en el Pacto de Lizarra para neutralizar el movimiento social de protesta por el asesinato de Ermua, que hacía peligrar el estatus quo de control y dominio social de los que ejercían el poder a su antojo. Poco después sucedería lo que nos temíamos. Alguien de nosotros iba a ser atacado. Agustín Ibarrola fue una de las víctimas del acoso, traducido en agresiones a su obra y constantes amenazas. Pero el que pagó con su vida por aquella actividad frenética del Foro Ermua para crear una doctrina y unas bases ideológicas y para asegurar el Estado de derecho y la democracia, fue José Luis López de Lacalle, compañero fundamental para el Foro Ermua, entrañable y buen amigo. Tras este zarpazo de los totalitarios, algunos de nosotros pedimos inmediatamente protección, pues nos habíamos significado demasiado, como quedó demostrado por dianas y amenazas directas por internet, así como señalamientos explícitos en documentos incautados a ETA. Antes, Fernando Buesa y su escolta Jorge Díez fueron víctimas de la plaga asesina que campaba con fuerza en esos años post Miguel Angel Blanco, con algo más que indiferencia de los nacionalistas.
Recuerdo que yo estaba haciendo un curso de euskera en el Irale de Álava. Acudía al centro de euskaldunización acompañado de dos policías. Me llevaban por diferentes itinerarios en coches que iban intercambiando. Por su información me enteraba de la implicación de algún irakasle en actividades de apoyo a los presos de ETA. Yo era de los pocos -no sé si había alguno más- que se negaba a recoger el Egunkaria en la salida al recreo. Me parecía obscena la presión sobre nuestra libertad, de ese gesto. El no hacerlo significaba quedar marcado. Cuando llegó el final del curso, la directora del Irale me anunció que no iba a seguir la euskaldunización. No hizo falta que desarrollara el argumento. Para mí estaba claro.
Esa situación de terrorismo de persecución la viví después durante once años. Sería demasiado prolijo reseñar todas las anécdotas y situaciones que viví en esos años de privaciones, supongo que en poco diferentes a las que han vivido otros protegidos. Pero suponía para mí una convulsión interna cada vez que entraba en mi instituto a impartir mi docencia, y los alumnos me preguntaban qué había hecho yo para ir acompañado por mis ángeles de la guarda. Alguno de mis escoltas se empeñaba en acudir hasta la puerta de mi clase e incluso permanecer en el instituto durante toda mi jornada laboral. Por razones obvias yo me negaba, pues era una situación que rompía el ambiente de normalidad escolar y yo no tenía derecho a imponer esa anomalía al resto de la comunidad educativa. En alguna ocasión mi escolta se ponía en guardia ante una broma inocente de alguno de mis alumnos en la calle, y tenía que tranquilizarle para que no temiera nada. Me aconsejaron por todo ello adquirir un arma, por razones preventivas.
Sigo pensando, tras esos episodios de mi vida como excluido forzado de mi sociedad, ¿por qué gente que se preciaba de tener una buena relación conmigo se alejaba de mí para no ser asociada con una persona cuyo único delito había sido luchar contra la intransigencia, contra la tiranía de los violentos y contra los liberticidas? Pero allá cada cual con su conciencia.
Pasado el tiempo. Ya jubilado, con mis 66 diciembres cumplidos, sigo luchando contra el adoctrinamiento en la escuela, contra la utilización de los niños con fines políticos y contra la instrumentalización de la educación para la construcción nacionalista. Hasta hace poco se me llamaba exagerado. Pero las escenas de los días previos a la redacción de estas líneas en el conflicto catalán, con motivo de la intentona secesionista, donde la infancia es utilizada como carne de cañón de la propaganda nacionalista, ha dejado al descubierto con toda su crudeza esta realidad, hasta ahora negada o ignorada. Este fenómeno social y cultural caracteriza a las sociedades totalitarias y es el nido de la serpiente.
Ernesto Ladrón de Guevara López de Arbina, nació en Alava, con toda la familia entroncada en esta provincia tan querida. Es Doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación.