Miquel Escudero-El Imparcial
En la vida abundan preguntas hechas sin pensar, insensatas o formuladas de modo absurdo. Si no fuera retórica, esta sería una de ellas: ¿Habría motivo por el que disimular miedo o asco a una violencia que se anuncia? Es ridículo tener que justificar el asco a una violencia sufrida, al acoso o a la intimidación padecidos o a los que avisan como inevitable su cumplimiento; acaso un daño de consecuencias fatales. En particular, sucede que lo mejor es no ceder nunca al chantaje, pues lo que venga a continuación acabará por ser peor y más dañino incluso.
Como casi todo en la vida, no hay nada como prevenir, por incierta e insegura que sea la previsión. Leo un libro interesante y bien documentado: Violencia, silencio y resistencia (Tecnos). Un texto con el que su autora, Ana Escauriaza, se doctoró el año pasado; una tesis universitaria dirigida por los historiadores vascos Santiago de Pablo y Gaizka Fernández Soldevilla y que refiere las relaciones ETA y Universidad entre 1959 y 2011. Veinticinco años antes se publicó otra de excepcional interés, escrita en plena vorágine terrorista y con el título ETA: Estrategia organizativa y actuación (1978-1992); su autor es Florencio Domínguez, quien dirige el Centro para la Memoria de las Víctimas del Terrorismo desde que fue fundado hace un par de años.
Con el tránsito de la dictadura a la democracia, la politización se disparó en la sociedad española como un fenómeno general y todo era analizado con lentes políticos. La universidad vasca reflejó en particular aquella brutal invasión. Nada podía escapar de la dialéctica impuesta por el nacionalismo, por encima del eje izquierda-derecha, y el Alma Mater tampoco tuvo fuerza para ser un foco de análisis rigoroso que detectara la perversión del lenguaje empleado (un mundo al revés) y ofreciera resistencia firme a la barbarie terrorista. Al contrario, ninguna acción violenta era debidamente rechazada, de modo que toda coacción acababa por ser justificada o asumida en medio de un vil silencio. Y se hacía la vista gorda ante los crímenes.
Pero hay cosas que no se pueden dejar pasar ni tolerar, y ante las que se debe alzar la voz. Si no, más difícil será llegar a hacerlo un día, pues se extiende la sensación de una absoluta impunidad para un poder incontestable. Así ocurría con las pintadas o con la quema de contenedores, con el impedimento de dar clase recorriendo pasillos a golpe de cacerolas. O agrediendo a quien llevase un lazo azul (en pro de la liberación de los secuestrados), por ser un ‘colaborador de los represores’. Veamos dos ideas fuerza que se propagaron por escrito:
“Si te quedas en clase alargas el sufrimiento de los presos y sus familias. No te saldrá gratis”.
“Hay muchas formas de mantener la dispersión, una de ellas es quedarse hoy en clase. No queremos carceleros en la universidad”.
Las irregularidades académicas eran flagrantes y se favoreció a los matones. Había profesorado abertzale y profesorado fascista, igual que ahora se habla estúpida e insensatamente de magistrados progresistas y conservadores, cuando lo que de veras importa es que haya buenos profesores y buenos jueces. Hubo informantes de ETA en todos los estamentos y hubo estudiantes y profesores que debían ir a clase con escolta (cuando no irse al destierro). Manuel Montero, quien fuera rector de la UPV, escribe en el prólogo: “Desde los finales del fascismo, en Europa no se ha producido un ataque violento a la universidad como el que realizó ETA”. Trabajados por el miedo, periodistas e intelectuales se expresaron en contra de ETA sólo de forma vaga y sin cerrar la puerta a la negociación. Hubo un cambio de respuesta ante la violencia y un punto de inflexión (supuso el arranque de las manos blancas), señala Ana Escauriaza, que fue el asesinato a tiros del profesor Francisco Tomás y Valiente –quien durante seis años presidió el TC- en su despacho de la Universidad, fue en 1996, días después del asesinato de Fernando Múgica. Otros profesores asesinados fueron Juan de Dios Doval (1980) y Manuel Broseta (1992); la lista de maldades es inacabable. En el año 2000 ETA asesinó a Fernando Buesa (febrero), José Luis López de Lacalle (mayo) y a Ernest Lluch (noviembre); fracasaron con José Ramón Recalde (septiembre).
Pretendieron secuestrar al rector de la Universidad de Navarra, una campaña basada en “Opus=Opio”: “Secta secreta, reaccionaria, despótica, entregada al servicio del capital financiero y terrateniente bajo el manto encubridor de un falso humanismo filosófico y apostolado religioso”. Una bomba en esa universidad causó desperfectos por más de cien millones de pesetas. Curiosamente, una pía reacción de aquel centro fue esta: “Hagamos que el perdón apague la llama de la ofensa y, con audacia de juventud, volvamos la mirada hacia el futuro”. Pero la banda sólo fue derrotada por varapalos policiales y judiciales y por una tardía cooperación internacional. Hay que tener buena memoria.