Francesc de Carreras-El Confidencial
- La experiencia de los últimos años nos ha dado una buena muestra del miedo de nuestros gobernantes a aplicar los estados constitucionales de emergencia
La experiencia de los últimos años nos ha dado una buena muestra del miedo de nuestros gobernantes a aplicar los estados constitucionales de emergencia: el contemplado en el art. 155 y los enunciados en el art. 116 (alarma, excepción y sitio), ambos de la Constitución.
Las razones de este miedo son, probablemente, de carácter histórico. Los estados de excepción y de sitio fueron utilizados de forma arbitraria por los gobernantes durante los siglos XIX y XX, incluso en las etapas más liberales, también en la II República. La Ley de Defensa de la República —que fue incluida como disposición transitoria en la Constitución de 1931, por tanto, con rango constitucional— suspendía con tal medida derechos fundamentales básicos y casi ninguno de sus preceptos podría pasar hoy el control de constitucionalidad.
Hubo momentos en la historia de la España liberal en que en la inmensa mayoría de provincias españolas los derechos de los ciudadanos fueron suspendidos por orden de las autoridades militares competentes —en general, los capitanes generales de las regiones militares— sin control alguno, ni parlamentario ni judicial. Esa es la razón por la cual los constituyentes fueron muy cuidadosos en este tema, limitaron los derechos que podían, en su caso, suspenderse (art. 55.1 CE) y establecieron el control parlamentario y judicial en caso de proclamarse alguna de estas situaciones.
La ley que desarrolla los estados de alarma, excepción y sitio, además de la reforma del Reglamento de las Cortes, cubrió satisfactoriamente los detalles necesarios para no exponer a los ciudadanos que fueran despojados de algunos de sus derechos y, afortunadamente, con alguna excepción menor, no tuvo que ser utilizada hasta la pandemia del covid-19. Por su parte, otro estado extraordinario, el regulado en el art. 155 CE, sin desarrollo legal, fue utilizado por primera vez debido a la situación creada por el fracasado y lento golpe de Estado de septiembre y octubre de 2017 en Cataluña. Observemos en ambos casos la indecisión de los poderes públicos competentes, reflejo del miedo a aplicar sendos preceptos constitucionales.
Sin duda, una indecisión que se puede comprender por la historia pasada, pero no por la actual legislación, que en buena parte es lo suficientemente garantista de los derechos ciudadanos para que no se repita esta historia pasada. Hay momentos en la vida de las democracias en que es necesario aplicar medidas de excepción para que estas democracias no naufraguen. Por tanto, ningún complejo hay que tener para aplicar estas medidas extraordinarias, ya que su finalidad explícita es defender la democracia frente a situaciones que puedan ponerla en peligro. Pero si analizamos los dos casos cercanos —Cataluña 2017 y covid-19—, podemos comprobar cómo este miedo ha ido en detrimento de la democracia regulada en nuestras leyes.
Creo que ello fue claro en el caso de Cataluña. El golpe de Estado fue anunciado con 21 meses de antelación por un acuerdo en el Parlamento de Cataluña. En este periodo, se fueron cumpliendo todos los plazos previstos. El 6 y 7 de septiembre se aprobaron dos leyes que en sí mismas ya constituían un golpe de Estado al disponer, en un caso, que se regulaba una Constitución provisional de una Cataluña independiente hasta que fuera aprobada una definitiva, y que el 1 de octubre siguiente se ratificaría este texto provisional en un referéndum notoriamente ilegal que regulaba la otra ley.
El miedo ha sido de otra naturaleza: se ha renunciado al pacto para dar prevalencia a la voluntad del Gobierno
A pesar de todo ello, al día siguiente de esas fechas, no se interpuso el requerimiento que exige el art. 155, sino que se tardó casi dos meses en hacerlo efectivo. Si se hubiera interpuesto inmediatamente y se hubieran adoptado las medidas necesarias para impedir tales actos, nos habríamos librado del asedio a la Consejería de Economía del día 20 —en la que, por cierto, Aragonès desempeñaba un alto cargo—, del uso de la fuerza física el 1 de octubre por la trampa a que fueron sometidas las fuerzas de seguridad y de la declaración de independencia de Puigdemont. En definitiva, no se hubieran cometido los delitos que después fueron juzgados en el Tribunal Supremo, no se habría podido alegar el falso agravio de que había «presos políticos en España» y, finalmente, no se habría concedido un indulto que sienta un pésimo precedente para otros casos en que los cargos políticos incumplen las leyes. Todo ello, por miedo a defender la Constitución con las normas que la misma Constitución establece.
Un distinto sentido tiene la declaración de estado de alarma al suspender derechos que solo cabe suspender en un estado de excepción, según la reciente y polémica sentencia del Tribunal Constitucional. En este caso, sabiendo que es una resolución discutible, probablemente el miedo ha sido de otra naturaleza: tener que pactar con la oposición, en sede parlamentaria, las medidas a adoptar, es decir, ha habido miedo al pacto para dar prevalencia a la voluntad del Gobierno. En definitiva, miedo a los controles parlamentarios, precisamente una de las garantías para asegurar que las medidas extraordinarias defiendan la Constitución y no se utilicen para otras finalidades.
De nuevo, nos encontramos con una forma de desbordar la Constitución y, por lo que se ha publicado, desprestigiar a un órgano capital para defenderla como es el Tribunal Constitucional. Parece que a algunos les interese convertir la Constitución en una simple hoja de papel. Se olvida que en una democracia constitucional como la nuestra, y como tantas otras, la Constitución es el palo mayor en el que se sostiene la dirección de un barco al que debemos agarrarnos todos para que este no se dirija hacia donde no está previsto.
El Gobierno puede estar en desacuerdo con una sentencia del TC, pero sus miembros no deben denigrarla, solo conociendo el fallo, con argumentos de simple conveniencia política. El tribunal actúa sometido a la Constitución y a ella se debe, ningún otro poder puede interferir en su actuación, aunque por supuesto la doctrina jurídica, una vez publicada la resolución completa, incluidos los votos particulares, debe criticarla con argumentos jurídicos. Cualquier otro camino es politizar la Justicia, desvirtuar la división de poderes, elemento esencial del Estado de derecho.