José Luis Zubizarreta.EL CORREO
- Sólo la intervención de quienes se proclaman guardianes del orden mundial puede acabar con el conflicto entre Hamás e Israel
La conmoción tras la masacre perpetrada por Hamás la noche del pasado sábado en la frontera de Gaza y la despiadada reacción del Gobierno de Israel ha desviado nuestra atención de los revueltos acontecimientos domésticos que nos mantenían entretenidos y la ha centrado en esos estremecedores hechos y en las repercusiones que amenazan con acarrear para el mundo. Era de esperar. La verdad del clásico «nada humano me es ajeno» se ha visto confirmada por una globalización que se nos hace más real y efectiva cuando los sucesos son tan impactantes como estos que contemplan nuestros ojos en vivo y en directo. Es esta atención acaparada por la tragedia la que da razón de ser a esta modesta reflexión, que no pretende sumarse a las de los expertos que se pronuncian sobre el tema.
Oí decir el otro día a Shlomo Ben Ami, refiriéndose al asunto, que atrocidades como la vivida evocan en los judíos su «memoria holocáustica». Como si la acumulación de progromos, persecuciones, migraciones y exterminios que han jalonado su historia reposara silente en su intimidad y despertara de súbito cada vez que crímenes como los de hace una semana la sacuden y remueven. Describía así, creí entender, a un pueblo aterrado por miedos ancestrales que, frente a la amenaza de peligro, puede llegar a cometer enormes errores y a perpetrar los mismos horrores que condena. Nada de lo que sucede estos días en Israel puede explicarse sin tomar en consideración este fenómeno. El miedo a la repetición del horror sufrido en el pasado puede precipitar efectos nefastos en el presente y el futuro.
En el otro lado, es el odio, no el miedo, lo que ha interiorizado la conciencia de quienes militan en Hamás. Odio que, más que de las míseras condiciones en que malvive el pueblo palestino, se nutre del fanatismo de un islam que, inmune a toda Ilustración, no tolera lo que en su entorno se mueve sin atenerse a sus dogmas y prejuicios. Llámese ISIS, Daesh, Al Qaeda, Hamás o Yihad Islámica, siempre encuentra la coartada sobre la que descargar su ira destructora. Hamás no es así sino otro nombre de la intransigencia fanática que descubre en el pueblo palestino, por él mimo sojuzgado y de todos olvidado, la «causa justa» ideal con que blanquear y ennoblecer sus crímenes más horrendos. Se engañan, pues, o, mejor, engañan quienes, desde nuestra lejanía, se arropan en la solidaridad con el sufrido pueblo palestino al solo fin de usarlo como excusa para inculpar a Israel y exculpar a Hamás.
Pueblo convertido en estorbo
Y, en medio de ambos, en el trágico medio, el pueblo palestino real que vive atrapado, además de en su dolorosa miseria, entre quienes lo desprecian y humillan desde su engreída superioridad y quienes lo toman como mera pantalla con que cubrir sus atrocidades inconfesables. Un pueblo sumido en la desesperanza y convertido en estorbo incluso para aquellos que, tras proclamar sus conculcados derechos, poco más saben o quieren hacer para librarlo del miserable estado en que se encuentra.
Miedo, odio y desesperanza son así los tres sentimientos que, contagiosos y autodestructivos como son, e incapaces de mirar más allá de sí mismos y empatizar con el otro, impiden la búsqueda de un arreglo que satisfaga las justas reivindicaciones de los dos pueblos que son las auténticas víctimas de la tragedia. Sólo la intervención ajena, el acuerdo entre intereses que, desde fuera, confluyen en el conflicto, podría dar con una solución razonable. Mil veces se ha intentado sin éxito y ni la constatada ineficacia de la ONU ni el actual desorden internacional ofrecen esperanza de mejorar el resultado. A no ser que el horror que prefiguran la matanza de Hamás y el indiscriminado asedio de Gaza por el Gobierno de Israel convenza a quienes hoy se consideran guardianes del orden mundial -desde Irán hasta los países árabes y desde los EEUU y la UE hasta Rusia y China- de que sólo un acuerdo entre ellos podrá ahorrar a la región un enconamiento infinito del conflicto y al mundo una conflagración irrefrenable en la que todos perdamos. Dejar de armar, financiar y alimentar las organizaciones terroristas que lo enconan y hacen irresoluble, sacarlas, en definitiva, de la ecuación, sería el primer e imprescindible paso para comenzar a vislumbrar un futuro menos aterrador del que los recientes acontecimientos nos auguran. Alguien deberá separar a estos dos contendientes que, como boxeadores, se hallan enganchados en un ‘clinch’ agotador y estéril.