Transitamos de una época presidida por la racionalización de los objetivos, que hacía girar la lógica política alrededor de los grandes principios ilustrados, a otra presidida por la racionalización de los procedimientos, entre ellos el diálogo, incluso a costa de los principios, de convenciones que posibilitaron comunidades sociales y nacionales.
Si la llamada al diálogo ha constituido la consigna más seductora del momento, hasta poder calificar esta época como la del diálogo, añadir al diálogo la discreción, diálogo con discreción, lo convierte en el no va más de los señuelos atractivos. Máxime cuando sus promotores, con faz de sentimiento, nos piden comprensión porque en esta etapa hay que ser delicados. «Algo habrá», «será muy importante lo que están tratando»,… nos embarga el suspense y también la responsabilidad para dejarles hacer. De todas formas, habría que aclarar, en esta época que a su vez es de tirios y troyanos, que el dialogo es consustancial a la democracia.
Lo cierto es que tras la discreta reunión de Zapatero con Ibarretxe hemos sabido, saltando toda discreción, que el diálogo parecía de besugos. Unos diciendo que prácticamente todo estaba acordado y otros que no. De todas maneras, a algo se llegará, porque las discretas reuniones prosiguen, justo al día siguiente, con la realizada entre Patxi López y el mismo lehendakari. Parece, pues, que el diálogo se sostiene a pesar de no saber hacia dónde nos conduce.
Alain Touraine ha expuesto una tesis respecto al cambio en el proceder político sobre la que merece la pena reflexionar un poco. Considera que estamos pasando de una época presidida en política por la racionalización de los objetivos a otra presidida por la racionalización de los procedimientos. La primera suponía hacer girar la lógica política alrededor de los grandes principios ilustrados y sus sucesores, felicidad, igualdad, libertad, etcétera. La nueva pasa por priorizar los procedimientos, formando parte sustancial de los mismos el diálogo, manteniendo éste, en ocasiones, incluso a costa de aquellos principios que hicieron posibles convenciones que posibilitaron comunidades sociales y nacionales.
No es ajena a este cambio la crisis ideológica de la izquierda, el paulatino debilitamiento del Estado, especialmente respecto de las decisiones económicas, la supeditación de éste a organizaciones supranacionales, etcétera. Sin embargo, en países de amplia estabilidad democrática la carga política, social, cultural de las grandes convenciones muy asumidas y hasta mitificadas por la comunidad -que, por el contrario, no tienen esa importancia en España- sigue pesando en esta nueva práctica, no permitiendo un excesivo alejamiento respecto a esos referentes en algunos momentos ciclópeos.
Aquí, mucho más huérfanos, con un poder político atravesado por los poderes autonómicos, los partidos atravesados por sus contradicciones territoriales, y ahora, también, generacionales, sólo nos queda el diálogo quizás por el diálogo, sin referencias fundamentales que lo enmarquen. Cualquier referente o marco puede ser apartado con un irrespetuoso «por qué no», «qué mal hay en ello» o si mi reivindicación no cabe en la Constitución, se reforma la Constitución. E, incluso, como viene apuntando Ruiz Soroa, referentes jurídicos y políticos esenciales como el de la igualdad se ven erosionados por bienintencionadas reformas encaminadas a la discriminación positiva. No es sorprendente, pues, que la argumentación para reformas legales se pueda plantear, sin más y sin sonrojo, en que esas leyes proceden del siglo XIX. Quizás porque el racionalismo napoleónico de aquéllas son un inconveniente para el mantenimiento del diálogo. Éste, en gran manera, se sostiene en la compensación al interlocutor de logros continuados, compensación unilateral desde hace años en España: más competencias, mayor poder, algún privilegio diferenciado en razón de una identidad que se verá aún más diferenciada,… Los modelos y grandes objetivos quedan olvidados, porque a caballo regalado no se le mira el diente, en un acto, el del Senado, que tenía mucho de confederal. En caso contrario, el diálogo se detiene, lo que constituiría un desastre para sus promotores que no tendrían nada que hacer, pero la ventaja ya apuntada respecto a países vecinos es que todo puede ser reformado para ser concedido, porque los grandes acuerdos y modelos pesan un comino.
Asistimos, pues, a la época del diálogo, del amanece que no es poco, o como me decía un sesentón: mientras dura, dura.
Eduardo Uriarte, EL PAÍS/PAÍS VASCO, 14/9/2005