El discurso pronunciado por el presidente argentino, Javier Milei, durante la ceremonia de entrega de la Medalla Internacional de la Comunidad de Madrid, ha tenido la virtud de resumir con precisión sus tesis sobre el liberalismo, el socialismo y el Estado.
Milei ha hecho una insidiosa referencia indirecta a Pedro Sánchez cuando ha aludido a «las manos porosas» de la burocracia y al «hermano y la pareja» de los políticos, tras lo cual ha añadido «y quien quiera entender, que entienda». Pero el grueso de su discurso ha versado sobre su visión acerca de la organización económica de la sociedad.
Milei es un liberal doctrinario. Sus ideas remiten a las tesis de la escuela austríaca y la escuela de Chicago, a Friedrich August von Hayek, Ludwig von Mises y Milton Friedman, y rozan el libertarismo o el anarcoliberalismo. Es decir, las ramas más radicales del liberalismo, aquellas que defienden la desaparición del Estado.
EL ESPAÑOL es un diario liberal que defiende la libertad de mercado, la iniciativa privada, el derecho de propiedad y un Estado no intervencionista. Pero no niega la necesidad de mecanismos de equilibrio que palien situaciones de vulnerabilidad que las fuerzas del mercado, por sí solas, no tienen incentivos para aliviar.
Milei afirmó durante su discurso que «los impuestos son un robo», que los derechos «hay que pagarlos» y que «implican quitarle a uno para darle a otro», que «la justicia social es intrínsecamente injusta» y que el socialismo es una ideología cuyo único motor es el rencor social y que «ha provocado el asesinato de cien millones de personas».
Sus afirmaciones son tan maniqueas como infantiles. Coherentes con alguien que ha construido un personaje caricaturesco y que se ha apoyado en él para llegar a la presidencia argentina, casi como si se tratara de un superhéroe de cómic llegado del Planeta Libertad para combatir las fuerzas socialistas del mal. Pero están desconectadas de la realidad.
Sus tesis, que caen en la caricatura del socialismo, pueden tener quizá sentido si se piensa en la Unión Soviética de Stalin o la China de la revolución cultural de Mao, por no hablar de la Camboya de los jemeres rojos.
Pero suenan disparatadas en el contexto de una Europa Occidental donde el socialismo ha adoptado la forma de socialdemocracia y donde prácticamente ningún político con responsabilidades de gobierno defiende la propiedad estatal de los medios de producción, la lucha de clases o la erradicación de la propiedad privada.
Es cierto que la experiencia de Argentina, donde décadas de peronismo han inoculado en la sociedad anticuerpos iliberales que han acabado corroyendo el espíritu emprendedor de sus ciudadanos y desincentivado la ética del trabajo, justifica algunas de las afirmaciones de Milei, como su rechazo de la facultad de «imprimir billetes», primera causa de la inflación que ha destruido la economía del país.
Pero de acuerdo con las tesis de Milei, incluso el Reino Unido de Thatcher o los Estados Unidos de Reagan podrían ser calificados de «socialistas».
Su visión de la realidad es tan tendenciosa y extrema, tan doctrinalmente purista, que es legítimo preguntarse en qué punto contacta con la realidad. ¿Es capaz Milei de comprender que una sociedad democrática y liberal exige un acuerdo entre aquellos que piensan como uno mismo y aquellos que no lo hacen?
De acuerdo, además, a sus palabras, ¿qué hace Milei presidiendo un país cuyo Estado querría ver desaparecer? En una reciente entrevista en Argentina, Milei pareció reconocer su incoherencia admitiendo que una nación sin Estado, puramente libertaria, no tendría fronteras ni ejército y, por tanto, quedaría a merced de cualquier nación enemiga que quisiera apropiarse de sus recursos y de sus empresas.
Es muy probable que Argentina necesite una terapia de shock que la devuelva al carril del equilibrio presupuestario y que corrija los excesos intervencionistas de unos gobiernos extractivos que la habían condenado a seguir la senda de países fracasados como Venezuela o Cuba. En eso, Milei tiene razón.
Pero el presidente argentino va a toparse más pronto que tarde con la realidad de que las teorías económicas liberales, por muy razonables que sean desde un punto de vista académico o filosófico, deben ser aplicadas a un ser humano cuya naturaleza no es, ni mucho menos, 100% racional. Y un verdadero liberal jamás cerraría los ojos frente a esa realidad, porque esta no deja de ser un factor más en la ecuación de la economía.