DAVID GISTAU – ABC – 13/04/16
· Podemos contemplar cómo los que inflaron el mito, acudieron a sus fiestas y aceptaron sus sobornos tratan de aislarlo.
El apogeo español que consagró a Mario Conde como un modelo social nos pilló jóvenes y fuera de la profesión. Este personaje no lo construyó un solo renglón nuestro. Esa mano no la estrechamos jamás. No lo hicimos nosotros «Honoris Causa» ni confidente áulico del Rey. No elogiamos sus zapatos. No estuvimos en su barrera en los toros, suponiendo que la tuviera, que seguro que sí.
Por eso podemos contemplar con desdén cómo, estos días, los mismos que inflaron el mito, acudieron a sus fiestas y aceptaron sus sobornos tratan de aislarlo como si se hubiera tratado de una anomalía criminal. Y no del arquetipo perfecto de una época, pensada por Scorsese, cuyas ramificaciones corruptoras lo alcanzaron todo (repito: TODO) y que sólo ahora ha perdido una noción de la impunidad cleptocrática que llegó a formar parte de los equilibrios de Estado.
Entre Conde y los Pujol no existen tantas diferencias, más allá de que Conde intentó hacerse con una coartada política después de su caída –comprando nada menos que la última cáscara suarista como los templos trasladados piedra a piedra–, mientras que los Pujol la tuvieron siempre y la dotaron de un inmejorable timbre patriótico. La plata dulce de los noventa, la apoteosis yuparra, lobuna de Wall Street: mortifíquese y disimule sus culpas aquella generación, que la nuestra suficientes problemas propios tiene como para encima hacerse cargo del pelotazo y de Conde en aquel país, el mejor de los posibles para hacer dinero fácil según el lema felipista de cuando la etiqueta de los trajes iba cosida por fuera en la manga.
Esta nueva detención al menos silenciará a los más contumaces de los de entonces. A los que aún cultivaban el ideal, promovido por el propio Conde, del hombre honorable que es agredido y alienado por la perversión del sistema. Hasta Jesús Gil jugó a eso, cabe recordar, con aquella guayabera y ese Cristo de Dalí en oro, emboscado en la pelambrera del pecho, que fueron símbolos de un tiempo y de una jet tanto como la gomina. En este sentido, Mario Conde también es un síntoma de su segundo tiempo.
El que esta vez además es el nuestro y ha consagrado el prestigio de cualquier discurso disolvente que se ampare en otra coartada política: la «antisistema». Antisistema se puede ser de muchas formas. Es un cauce oportunista que está en el origen de buena parte de los personajes emergentes.
Pero, de todas las maneras posibles de ser un antisistema, la más cínica es la que ejercen en la actualidad ciertos personajes que siempre fueron sistema puro, que se hicieron ricos y famosos dentro del sistema, que estuvieron integrados y acapararon poder, y que sólo después de su expulsión repararon en la maldad natural del «Sistema» y se hicieron pasar por víctimas castigadas por su honradez, como falsos profetas en el templo de los cambistas.
La falacia de los nuevos Dreyfuss: ellos también son una consecuencia del encanallamiento general y de la asombrosa profusión de caraduras destinados a ser alguien.
DAVID GISTAU – ABC – 13/04/16