Eduardo Uriarte-Redacción Fundación
Sin un diagnóstico serio de la crisis institucional provocada por el nacionalismo catalán difícilmente se podrá dar con la superación de la misma. Sentencia de cierta petulancia y que parece obvia pero que posiblemente sea el mayor obstáculo que hoy tenemos para hacerle frente. No sólo hay que buscar debajo de todas las artimañas y camuflajes que ha adoptado el golpismo secesionista con la colaboración inconmensurable del movimiento Podemos, sino analizar además otras causas más profundas que no nos permiten saber lo que pasa.
Hay que agradecer a Ruiz Soroa su inestimable aportación sobre el tema en su artículo del día 4 de octubre en El Correo, “A la Deriva”, para indicarnos hacia dónde mirar y despertarnos de la somnolencia gregaria y acomodaticia corrección -eso de creer que para reflexionar están los políticos, porque no lo hacen- y mostrarnos con cierta crudeza la gravedad de la tragedia política que padecemos.
En esta sociedad de la postverdad, donde la realidad se escamotea especialmente cuando se presenta problemática e implica un reto -la sociedad se hastía ante la misma, ¡por favor, no más Cataluña en el informativo!, porque le da miedo- los primeros en no aceptarla suelen ser nuestras incapaces élites políticas, especialmente las que más responsabilidad tienen por su comportamiento en los últimos años. Así como Zapatero se encargó de minimizar ante la opinión pública la gravedad de la crisis económica que padecíamos, porque su existencia le complicaba su futuro y le responsabilizaba por su falta de previsión, esta crisis política ha estado siendo minimizada no sólo por el Gobierno del PP, incapaz de actuar con previsión, y decisión, ante el problema, sino, sobre todo, por un PSOE que está aún más lejos de entender su trascendencia y ha continuado hasta el último minuto arreando pellizcos de monja al Gobierno, como si nada importante pasara.
Es cierto que los mercados no quieren malas noticias porque provocan recesión económica, coartada moral para muchos dirigentes, pero cuando el problema se ve venir no es aceptable negarlo, porque en su negación se acaba incrementando. Luego, hay que recurrir en el último momento al “lágrimas, sudor y sangre” porque nadie quería aceptar el peligro que se cernía, aunque repetida muestra de ello ya había dado. Ni que decir tiene que la mayoría de la población española creyó que el 18 de julio del 36 era una asonada más del Ejército sin mayor importancia que veinticuatro horas de confusión. Ha sido habitual en las sociedades y gobiernos débiles esconder los problemas.
También puede ser que haya líderes que les plazca dejar pudrirse las cosas para aparecer como salvadores triunfales. Sepan vuesas mercedes que hasta los grandes hombres que tal han hecho enfrentándose a crisis que ni siquiera ellos habían promovido han acabado desagradecidamente mal pagados por la plebe ansiosa de pasar página, y les retiraron de la política. Le pasó a Churchill y le pasó a Suarez. Así que tentaciones de llevar la problemática al límite para luego ser ensalzado electoralmente nada. El pueblo no ensalza a los héroes salvadores en las grandes crisis, porque se las recuerda, sólo lo hace la historia, y eso es mucho tiempo después.
El PSOE -cuya actual generación está más cerca de Podemos que de su generación anterior- se niega aceptar que ya no sirve vivir de la política, se niega a romper con la rutinaria dialéctica de tierra quemada para alcanzar el poder que se estrenara con tanto éxito, tiempo atrás, el 11M. No quiere hacer frente a la situación porque, sencillamente, no está preparado para ella, él sólo está preparado para echar al PP del Gobierno. Es un colectivo imposibilitado para captar que en esta ocasión no es el Gobierno el que caería, sino todo el sistema, siendo el PSOE el que peor saldría de su arrastre. Afortunadamente, la regañina real, la gran manifestación patriótica en Barcelona, el caos económico que se está generando, la reacción crítica de la anterior generación socialista, ha obligado a reencauzarle institucionalmente y a su huraña y crispada portavoz en el Congreso a desdecirse de todo lo que había anunciado iba a hacer el grupo socialista. De esta manera se ha podido, en el último instante, formarse un núcleo constitucional que da entereza a la reacción gubernamental ante el reto golpista.
Por otra parte, desde que el PNV con Ibarretxe demostrara que se podía saltar del consenso del 78, acontecimientos sucesivos, el más grave con diferencia el actual, nos indica que no sólo el bipartidismo dominante quedó atrás, sino que el comportamiento, las formas, las maniobras, eso de llegar a acuerdos incluso sorteando la ley -como la legalización de Batasuna-, es decir, la partitocracia todopoderosa y pastelera, también ha quedado atrás. Afortunadamente atrás, porque en gran medida los apaños que ella propiciaba con los nacionalismos periféricos no dejan de ser los causantes de la situación a la que hemos llegado.
Los del dialogo hasta el amanecer, esa inmensa capa social buenista surgida bajo la hégira del zapaterismo, del socialismo anarco y tontorrón, capaz de infringir la ley con tal de llegar a un apaño -porque llamar acuerdo a lo que se puede hacer sin tener en cuenta la ley es excesivo-, han de saber que el fin de la partitocracia y la emergente influencia del Estado de derecho, de la ley -no en vano ha sido hasta la fecha el poder judicial, y no el político, el auténtico valladar al golpismo secesionista- limita la acción del diálogo. Que éste no puede actuar como si siempre estuviéramos en un proceso constituyente. Que, precisamente, por ese diálogo con resultado de concesión tras concesión es por lo que hemos llegado a la crisis de este sistema. Pues sin el respeto republicano a la ley, sin un pensamiento liberal ante la crisis del Estado, frente al integrista-anarcoide que los dialogantes suelen esgrimir, no sólo no se soluciona nada, sino que se agrava. Recordemos que todo empezó con concesiones: en el sistema educativo catalán, el Nuevo Estatuto y el tripartito.
La crisis catalana es el resultado de la crisis de la partitocracia española.
Desde hace tiempo, los viejos partidos, decidieron vivir de la política en vez de vivir para la política. Por ello la visión de la realidad se supedita a los deseos de permanencia en la vida política. Se engaña a la opinión pública, pero los primeros que se engañan son ellos mismos. Pero no son los únicos, gran parte de la crisis económica fue posible porque los gestores de la economía no querían reconocerla. Como ahora, los capitanes de empresa catalanes fueron incapaces, hasta el final, de avisar e incluso amenazar a los aventureros del nacionalismo, de que el crac económico iba a ser una realidad. Les faltaba visión, pero quizás en esta ocasión, también, responsabilidad. O la selección de futbol -me niego a llamarle nacional- que tampoco quiere ver problemas, y en un deporte de pasiones asume la presencia de algún protagonista político que sin duda acabará pasándole factura en los resultados. Nadie quiere mirar de cara al problema.
Y, para acabar, la mala actitud de diversos medios de comunicación, cuya mayoría en un comportamiento esquizofrénico no duda en sacar imágenes poco contratadas, pero profundamente críticas para las instituciones del sistema, lo morboso vende, para al día siguiente dar apariencia de normalidad porque hay que seguir emitiendo publicidad comercial. Si durante la Transición y el 23 F la prensa tuvo un importante papel constructivo, ahora, en muchos casos, juega con la subversión. Vender el David frente al Goliat, o seducir las hedonistas mentes buenistas con que la violencia es mala, aunque sea la necesaria del Estado -resultado de la deformación cultural promovida por una izquierda sin patria ni nación-, incrementa los índices de ventas. Nadie quiere violencia, pero la ejercían los heroicos resistentes “pasivos” ocupando escuelas hasta con sus niños, con la colaboración de los moussos, con escenas prefabricadas dispuestas frente a la policía que cumplía órdenes judiciales, para disfrute y venta de los medios de comunicación. Para colmo, ante la campaña mediática promovida por la Generalitat el Gobierno no tiene discurso mediático porque no tiene discurso alguno, y el PSOE es el primero en comprar esa visión opresora de la policía y utilizarla. No saben lo que es un CRS. Sin embargo, honra a Reporteros sin Fronteras la denuncia realizada de las presiones que la Generalitat ejerce sobre los informadores.
Antes he dicho que nadie quiere asumir las malas noticias, ni la sociedad ni, menos, los políticos, pero si los medios de comunicación. Los medios, si supeditan los beneficios económicos a todo lo demás, buscan la mala noticia, porque está absolutamente comprobado que la mala noticia es la noticia. La buena no es noticia. Por eso no hay que extrañarse por el desmedido enfoque, en muchas ocasiones sensacionalista, que muchos medios han dado al asunto del secesionismo catalán haciendo seguidismo de sus actos prefabricados para las cámaras. Además, el absurdo, surrealista y esperpéntico discurso de los líderes nacionalistas atrapa, y hasta seduce al informante. Nada nuevo en la historia de la comunicación ante los nacionalismos.
Pero, sobre todo, el diagnóstico de la crisis es difícil porque sencillamente los dos viejos partidos son incapaces de contemplarla en toda su dimensión. No es cierto que esta crisis sea como la del 23F, que duró muy pocas horas. Esta es mucho peor, sólo comparable a la del 18 de julio del 36. Del 23F el sistema, gracias a la unidad constitucional entre los partidos, salió reforzado. La de hoy es institucional, alcanza a los fundamentos del Estado, constituye, por demás, el acta de defunción de un sistema tocado por el inmenso sectarismo existente entre el PP y el PSOE, especialmente de este último, incapaz de resistirse a manipular cuestiones de estado esenciales para la supervivencia del sistema.
El PSOE en vez de reprobar a los políticos y autoridades golpistas, amaga con reprobar a la vicepresidenta (aunque en otro momento se lo mereciera), por el ejercicio de la acción policial, asumiendo la campaña difamatoria que sobre la policía ha echado el nacionalismo sedicente y unos medios de comunicación en disposición de vender cualquier mercancía, aunque esté averiada. De nada sirve el heroico comportamiento de alcaldes del PSC si se carece de una coherente línea política de defensa del sistema democrático que le coloca, en una posición equidistante, a la postre, fuera del sistema. Pero los últimos en darse cuenta de su posición offside es, como siempre, el partido.
De todas maneras, no es fácil ser consciente de ello cuando enfrente el Gobierno del PP es tan reticente de adoptar medida alguna contra la sedición. El primero no hace nada, el segundo en vez de condenar la sedición reprueba a la vicepresidenta. Afortunadamente esta situación, también surrealista, se ha superado. Pero lo que a cualquier observador se le antoja es el terror que ambos viejos partidos tienen a tener que intervenir la autonomía catalana. Es como si ellos, sus partidos, estuvieran para otra cosa. Y se les nota. Este problema les cae muy grande. Les supera. Sólo los fantasiosos, los antisistema, los que siguen creyendo en revoluciones bananeras y odian todo lo que no sean ellos mismos, y los nacionalistas, románticos y tozudos requetés, capaces de arrastrarnos a las tragedias del pasado siglo, parecen adecuarse a esta descomunal crisis. A los dos viejos partidos se les nota su desgaste, y con él el desgaste del sistema. Si la imagen de unidad que se ofreció del día del desfile militar, a pesar del desaliño de Sánchez que parecía arrastrado al acto, se hubiera dado, aunque fuera parcialmente durante estos últimos años, no estaríamos hablando del problema catalán.
La crisis originada por el nacionalismo catalán tiene su origen en la falta de cohesión política, constitucional, entre las históricas fuerzas que dieron origen a nuestro sistema. Evidentemente ante la República francesa ninguna región tiene la osadía de proponer secesión alguna, porque todas las fuerzas sostienen intocable la unidad de la nación. Aquí el caso es opuesto, la república nada tiene sagrado, ni la nación, que es plurinacional, ni el internacionalismo que hoy sería -como lo demuestran las centrales sindicales en las nacionalidades periféricas- plurinacionalismo proletario.
La crisis catalana es una crisis española.
La “conllevanza” orteguiana del problema catalán, del nacionalismo catalán, ha supuesto la gran excusa de la política española para no decidirse a resolver el problema y apartar como algo intratable, particular, diferenciado, el asunto catalán. La mejor manera de acrecentar el problema.
En gran medida la osadía actual del independentismo catalán se debe a la falta de fortaleza institucional que padece el sistema democrático español en exceso patrimonializado por los partidos, la padecida partitocracia. Partitocracia que no sólo ha impedido el fortalecimiento del Estado -aunque, cuando truena, el PP tenga que echar mano del poder judicial- sino de la inexistencia de un discurso legitimador de la nación común, el espacio político donde derechas e izquierdas deben encontrarse. El partidismo tóxico ha convertido la nación en un erial sin discurso, ajena a la izquierda, y muy tradicionalista en su concepción por la derecha, sin un espacio liberal común, débil, por lo que no es de extrañar que los caciques del nacionalismo periférico aprovechen este vacío cultural.
Efectivamente, como ha afirmado Borrell, a España no ha habido quien le escriba, pero si existió un esfuerzo, limitado, por parte de la derecha para aproximarse al pasado liberal enterrado por el tradicionalismo e integrismo, hoy éstos en manos de los nacionalistas periféricos. Sin embargo, la izquierda evitó cualquier apología nacional, confundiéndola con el franquismo, y en la creencia de que la coincidencia coyuntural y oportunista de los nacionalismos vasco y catalán con el frente popular les otorgaba a estos un marchamo de progresismo cuando son la vieja reacción con apariencias modernas. Cuando la izquierda española cita la nación es para descomponerla en naciones, muy al contrario de la izquierda republicana europea, y de esta manera erosiona el marco de convivencia política necesario, la nación, y legitima las naciones reaccionarias. Efectivamente a España no le ha escrito nadie, pero es especialmente esta izquierda la que no le ha escrito a España, porque, además, para ella sería el lugar de encuentro, como en toda nación europea que se precie, con la derecha democrática. Cuestión que todo buen anarquista aborrece.
La puntilla al sistema actual, renqueante desde hace años, con sus dos viejos protagonistas cansados y frenados por organizaciones que han convertido a los partidos en agencias de colocación, atravesados por la corrupción, la ha dado el secesionismo catalán. Esto no quiere decir que éste salga triunfante, se ha metido en una encrucijada fatal para el futuro del nacionalismo periférico por no saber medir sus posibilidades, pero ha acabado por firmar el acta de defunción de lo que hasta ahora ha habido en la política española. Por eso una reforma constitucional no sólo sería necesaria para poner en orden y cerrar todo el título octavo de la Constitución, el de las autonomías, sino para dar, por exigencia, un nuevo vigor a una clase política desmotivada y sin liderazgo, favoreciendo su renovación puesto que la sociedad si posee vigor, como lo ha demostrado saliendo a la calle en esta crisis.
Hay que limitar tanta administración periférica autónoma, tanto ayuntamiento, tanto ente público, aunque ello suponga, o precisamente por ello, limitar el poder de los partidos. Hay que fomentar el acuerdo en los temas de Estado, educación, financiación, seguridad, relaciones exteriores, etc., pero, sobre todo, lo que hay que tener claro es que dicha reforma constitucional por excelente que fuera su texto no iba a satisfacer a populistas, porque son antisistema, anticualquier sistema que no sea el suyo, y a los nacionalista, porque son nacionalistas.
Así pues, la reforma del Título Octavo debe hacerse para dar coherencia federal, y no medieval, a nuestro Estado de las autonomías. Sabiendo de antemano que si el modelo actual no gusta a los nacionalistas periféricos mucho menos -como ya se demostró en los intentos de proyecto federal tras la LOAPA- un Estado con coherencia federal. Pues si es federal compromete a las partes en la política común, en la gobernabilidad de la Unión.
Hay que cerrar el saco del sistema actual porque es centrífugo, favorece la huida de las partes tras alcanzar los límites de la descentralización. Porque su actual dinámica anima, hasta a las comunidades no nacionalistas, a serlo, debido a su carencia de coparticipación y corresponsabilización de las partes en la gobernabilidad del todo, lo que conduce a un estadio cercano a la confederación y desde ésta, como en Cataluña, a la secesión. Reforma obligada de la Constitución española para permitir su vigencia, pero tras el profundo convencimiento de que ninguna reforma podrá satisfacer a los nacionalismos, porque estos, además de ser insaciables por esencia, lo que quieren es crear su propia nación independiente.
Resulta ingenuo pensar que el federalismo va a contentar a los nacionalistas, ni siquiera esa peligrosa concepción equívoca de “nación de naciones” -fórmula retórica que en un momento dado usó Peces Barba, pero que se hubiera guardado mucho de usar en un texto legal habida en cuenta el basamiento y génesis de Estado que toda nación promueve-. Sería la fórmula contradictoria para acabar convirtiendo en confederal lo que, en principio, y sospecho que, por desconocimiento, se califica de federal.
De todas maneras, lo primero es aplacar la disidencia. Pero mal se conseguirá si se desconoce que el origen y causa de la exaltación explosiva del secesionismo catalán reside en gran medida en la debilidad de la nación española, derruida por un exceso de distanciamiento y sectarismo de los otrora protagonistas del sistema del 78, y no se tiene en cuenta la naturaleza y reivindicación profundamente antidemocrática de los nacionalismos periféricos. Asignaturas ambas más duras para una izquierda que ha acabado por refugiarse en un izquierdismo también romántico, como el nacionalismo.
Volviendo al principio. Sin el conocimiento de la situación y sin una cierta catarsis ante la tragedia que padecemos difícilmente se podrá hacer frente a esta crisis. Resultaría positivo marchar hacia la reforma de la Constitución pero mucho es de temer que tras un reciente pasado de profundo desencuentro democrático entre las dos formaciones fundamentales, incapaces de pactar cualquier ley fundamental, ni siquiera la de educación, sean absolutamente incapaces de ponerse de acuerdo en nada. Si el PP resulta lento y perezoso para cualquier tarea intelectual el PSOE hace tiempo que quedó atrapado por el populismo, y a éste sólo le interesa la confrontación. Difícil tarea en todos los sentidos. Esperemos que Sánchez un día se ponga la corbata.
Eduardo Uriarte Romero