Francisco Rico-El País
El separatismo ha violado su propia ley, ha ejercido coerción y arbitrariedad. Y ni siquiera es legítimo
Frente a la decencia y la dignidad, un poco elegantemente anticuadas, de otros catalanismos, el independentismo del procés acumula las miserias. A las consabidas falacias históricas añade la irracionalidad que le permite entender los datos en un sentido a mediodía y en el contrario para la siesta; se acoge a la inmoral pretensión de anular por unos cuantos lo acordado por todos; incurre en el pecado de humanidad de excluir (el castellano, pongamos) donde lo fácil y grato es hermanar, etcétera, etcétera.
Descreo de los lugares comunes que tienen que ver con las manifestaciones del secesionismo sobrevenido. Como, por ejemplo, que es un problema político y un problema español. Para nada, opino. Si fuera político, podría resolverse o más bien se habría ya resuelto por vías convencionalmente políticas (y por torpes que fueran los encargados de resolverlo); y si fuera español (otra cosa es que no sea un problema para España), la España no catalana podría echar una mano bastante más eficaz para un final feliz.
Pero no. El problema catalán, nacido de la garganta del Zeus independentista, es estrictamente catalán: surge de la falsa percepción que muchos ciudadanos de Cataluña tienen de sí mismos y se robustece con su inexacta visión de la realidad en la que se mueven. Como prueba de ello, basta tener presentes los objetivos propuestos, el plan de acción urdido y los resultados efectivos del procés ahora bajo tierra. El problema no tendrá más solución que aquella que se le dé, de puertas adentro, entre los propios catalanes, dueños cabalmente, en eso sí, del derecho a decidir.
Del conjunto de disparates que en los últimos tiempos se han proferido a cuenta del separatismo, me crispa especialmente la concesión cortés que sus impugnadores suelen hacer al mencionarlo: “…Que es perfectamente legítimo…”. ¿Cómo que legítimo? En absoluto. En las versiones y aspavientos con que lo hemos visto presentarse de unos años para acá, Pío XI muy bien podía haberlo anatemizado, acaso en una reverdecida Mit brennender Sorge, como “intrínsecamente perverso”.
Porque en una medida sensible el independentismo no puede ser sino una manera de racismo. Suavicémoslo llamándolo etnicismo, identitarismo, supremacismo, particularismo o, si nos apuran, solipsismo. Siempre le quedará un poso de sus orígenes. Según por fuerza tenía que ocurrir en la época en que germinó, las raíces del nacionalismo catalán están regadas de proclamaciones por el estilo de: “Sí, hi ha rassas”, los españoles son víctimas “del temperament y de la sanch semítica que portan a las venas” o “Un crani d’Àvila no serà mai com un crani de la Plana de Vic”.
Desde luego, “la pedra inestructible de la rassa” ha ido adecentándose desbancada por “la terra”, “el terrer”, “el país” o, ahora mismo, “la gent”, aparte siempre, claro, “la nació” y “el poble”. Naturalmente, “Un sol poble” (con irresistible invitación a la parodia: “Ein Volk, una República, un Puigdemont”). Pero aquellos polvos trajeron los lodos que siguen patentes, si ya no en la teoría, sí en pujos de superioridad, en sonrisitas desdeñosas, y en negar de hecho la existencia de más de la mitad de los catalanes.
Tal esencialismo, de una gratuidad futbolística, vale decir, sin razones (y no apoyado en un memorial de agravios medianamente serios), se concreta apenas puede en el desplante de un proceder autoritario y el recurso a la imposición. La más aparatosa muestra reciente de ese absolutismo está en los sucesos acontecidos en un par de meses en el Parlamento de la ciudadela barcelonesa.
Pasando por encima de la mayoría de los ciudadanos de Cataluña, negando la palabra a la oposición, contraviniendo el Estatuto, los reglamentos, los dictámenes de los letrados, los separatistas impusieron su estrecha ventaja en escaños para aprobar una ley de referendo que hacía tabla rasa de cualquier actitud democrática.
Pero los requisitos fijados por esa ley, desde la actuación de la sindicatura hasta la asignación de colegios o el uso de las papeletas, quedaron en gran parte incumplidos. Como quedaron las circunstancias para declarar oficialmente el famoso: “Estat independent en forma de república”. Los adictos a la secesión no tuvieron empacho en violar su mismísima legalidad, invalidando por ende la disposición que la instauraba y cuanto colgaba de ella. Coerción y arbitrariedad. Miserias del independentismo.
Francisco Rico es filólogo e historiador.