Hace diez años Rosa Sala Rose publicó un ensayo de una rara elegancia y profundidad al que llamó El misterioso caso alemán (Alba, 2007) y que se ocupaba de los viejos y lacerantes pares, Goethe-Hitler, Weimar-Buchenwald, y de analizar cómo el nazismo se había dado precisamente allí. Al final del ensayo despuntaba el caso igualmente misterioso que se produjo en Alemania tras la destrucción nazi: «El Arlequín –el sentido del humor– pudo regresar de su largo exilio, el realismo dejó de ser una mirada extraña para volverse un ingrediente indispensable y la política ya no fue un modo eficaz de ensuciarse las manos sino que se convertiría en una de las actividades favoritas de muchos de los nuevos escritores e intelectuales alemanes. El sentido crítico de los nuevos ciudadanos –tanto para con los demás como, en mucha mayor medida, para consigo mismos– se volvió tan acusado que Alemania, esa nación de la que tantas otras habían aprendido a desconfiar, se aplicó concienzudamente a asimilar su memoria histórica y a aprender de los errores del pasado con una consecuencia sin igual que ha suscitado justificadamente la admiración del resto del mundo».
Hace dos meses que Rosa ha dejado Barcelona y se ha instalado en Berlín. Allí espera prosperar. Ella también opina como yo: Alemania es hoy el mejor país del mundo. Algunas de las razones, especialmente la del realismo, están en ese párrafo. Hablamos de países, claro está. No de pequeñas reservas nórdicas o tropicales, afortunadas y circunstanciales rémoras de los grandes peces que bogan incansables. Alemania es hoy un país unido. No solo en el sentido territorial. Un consenso ciudadano básico ha permitido que los dos grandes partidos gobiernen juntos y ese gobierno ha reforzado a su vez el consenso básico. Las cuentas generales tienen el aspecto saludable de aquel que no gasta lo que no tiene, o lo que, razonablemente, puede tener. El tránsito a la economía postindustrial y a las nuevas formas de conocimiento se están pactando entre los dos sujetos implicados, que son el hombre de hoy y el del mañana: el tratamiento de la propiedad intelectual o el del diesel son ejemplos pertinentes. En dos años ha acogido un millón trescientos mil refugiados. Ayer mismo se anunció una donación de 50 millones a organizaciones internacionales para tratar de paliar la agónica situación libia. Hay una ética declamatoria y hay una ética del dinero: Alemania cumple con las dos. Y demuestra hasta qué punto es falaz hablar de ética sin pedir la cuenta. En Alemania hay periódicos y en sus televisiones no se practica la pornografía política. Como en todas partes hoza el populismo; en todos los partidos y en partidos específicos; pero en Occidente no hay un lugar donde el discurso de la razón goce de tanto asentimiento y representatividad política. Y hay nacionalismo y melancolías, despreciables; pero ojalá siempre se encarnaran con la sofisticación intelectual de Rolf Peter Sieferle, cuyo libro póstumo Finis Germania, publicado a principios de 2017, pocos meses después de que se suicidara con 67 años, obtuvo un considerable éxito de público.
Cuando se trata de un vuelo de pájaro como este conviene cotejarlo con otros vuelos. Antes de empezar a escribirte le di cinco segundos a nuestra máxima anti luterana viva, la historiadora Elvira Roca, para que enumerara las razones por las que yo no debería escribir una apología de Alemania. Le sobró tiempo. 1/ Destrozó el primer proyecto europeísta, el de Carlos V y los españoles. 2/ Vinculó religión y nacionalismo creando iglesias nacionales. 3/ Desencadenó la logomaquia del idealismo alemán, padre de tantos monstruos. 4/ Unificada, Alemania ha llevado dos veces a Europa al desastre.
Pero todo eso era pasado y ajuste de cuentas. Cuando le rogué que lo pusiera en presente concretó dos asuntos. El primero: «Los torrenciales beneficios financieros que Alemania ha sacado, y sigue sacando, de esta crisis». Y el segundo: «Solo hay que darles tiempo y confianza para saber qué van a hacer con la Unión Europea». La primera objeción es conocida: la austeridad ¡de los otros! ha sido el sinuoso modo de financiar los bancos y el conjunto de la economía alemana. La segunda tal vez arranque de Tácito: «Pierden la cabeza cuando se sienten fuertes». Pero esa objeción solo es un prejuicio que no puede admitir nadie civilizado. Y en cuanto a la primera… Lo que se dice es que Alemania es el mejor país de nuestro tiempo. No el más bondadoso. Como cualquiera ha defendido sus intereses. Como ningún otro ha ganado: con democracia y sin guerra.
Mi amigo Sergio Campos hace muchos años que escribe y trabaja en Berlín. Se notará que no considera un trabajo escribir. El subject del correo que me envió a petición era una agradable lección de ecuanimidad sobre el prejuicio: «Sobre estos que no paran de liarla parda». Luego continuaba con calma: «El país no me interesa, por la mitificación y por sus gentes. Esto sería larguísimo de explicar, pero lo resume Koestler en un libro fundamental, Escoria de la tierra, cuando un dominico le dice que hacer reír a los alemanes es fácil, pero hacerles sonreír, directamente imposible. Vivir aquí es duro, porque sus deportes nacionales son aleccionar y echar la bronca. Tienen cosas buenas, claro. Has de beber mucha cerveza para emborracharte, los punks son pro israelíes y la unidad alemana es incuestionable».
El 24 de septiembre hay elecciones en Alemania. Entonces faltarán siete días para que en España un gobierno regional trate de dar su anunciado golpe xenófobo al Estado democrático. La comparación es instructiva para los españoles y su moral colectiva. Pero se queda, naturalmente, corta. Entre los candidatos con posibilidad de formar gobierno o de influir en él que se presentarán a las elecciones no hay ninguno que sea, exactamente, un impresentable. Algo que no ha sucedido ni sucede en Estados Unidos, Reino Unido, Francia o Italia. Por no hablar de España donde la circunstancia es aproximadamente la inversa.
Tratando de ensanchar la herida, Sergio Campos citaba de nuevo a Koestler y Escoria: «Sabemos que todo el problema consiste en controlar su libido política bajo una bandera más atractiva que la esvástica y que esa bandera solo puede ser la que contenga las barras y las estrellas de la Unión Europea. Hay que enseñarles a cantar ‘¡Europa, Europa, über alles’!». Y remacha Campos: «Solo podremos pensar en la utopía si logramos que griten esa consigna». Creo que mi amigo se equivoca. Lo sustancial es que los alemanes han dejado de gritar. Por eso la vida, modernamente considerada, es un juego de todos contra todos en el que siempre gana Alemania.
Sigue ciega tu camino.
A.