EL CORREO 28/01/14
MANUEL MONTERO
· En Cataluña hay muchos más independentistas que antes pero a la hora de votar no sube el nacionalismo. Su peso es similar al que tenía antes de que comenzase el furor soberanista
Serán un gozo, pero las cosas que ocurren en la Cataluña preindependiente (o así) son misteriosas. Los partidarios están entusiasmados, con un raro frenesí: moviéndose todos a la vez a ver si hace ola y se mueve el mundo, pero quizás eso es todo. El libertador en cap, Mas, combina la agresividad retórica con el discurso de la mano tendida, como si subiera la apuesta para forzar al contrario a negociar, al revés de lo que indican el sentido común y los textos de autoayuda, que para tal resultado sugieren seducción y no palo. ¿Quiere nadar y guardar la ropa? Resulta un imposible categórico si no se sabe nadar.
En un santiamén todo ha cambiado, pero son cambios enigmáticos. A veces la sesión da en representación teatral, como las poses de Mas volviendo heroico de Madrid, esos viajes épicos por el mundo a predicar el evangelio o la escena gloriosa en la que cuajaban senyeras independentistas en el Liceo. La estética neorromántica producirá emociones, pero también cierta sensación de artificialidad, de tramoya, en el sentido de ‘enredo dispuesto con ingenio, disimulo y maña’.
No falla el entusiasmo de los propios ni la mística de un pueblo a punto de ‘recuperar’ su libertad. Han tenido éxito los arquetipos libertadores básicos, basados en las distintas varas de medir y el victimismo. Una regla fundamental: se condenan las represiones sufridas a lo largo de las centurias y se ensalzan las que ejercen los propios. Desde esta perspectiva, la represión no es un mal en sí mismo, sino según quien la ejerza. Si somos nosotros los que reprimimos a los otros –y les impedimos estudiar en su idioma– se le dice normalización. En este trance resulta importante que no se note la impostura, lo que exige indignarse ante cualquier discrepancia y achacarle malas intenciones. Los libertadores catalanes lo han conseguido: ha colado.
En la difusión del discurso mítico la gesta catalana ha dado en sobresaliente. El problema reside en que la repetición de los lemas hace que no se adviertan algunas contradicciones de calado. Ni siquiera los aprecian los informes que realiza el Consejo de Transición Nacional, también una novedad, pues hasta donde se alcanza nunca se ha producido una independencia tan previsora: en esto las subvenciones han resultado eficaces. Sus estudios crean Estado.
Pero olvidan lo básico. Tal y como lo presentan estamos ante un caso singular, único, que no se ha producido nunca y que deberían estudiar como fenómeno sin parangón histórico. Crean un panorama casi inexplicable, por no decir milagroso, lo que no le quita intriga, sino que se la da.
Los sentimientos de identidad nacional suelen cambiar muy lentamente, si lo hacen. Por lo que cuentan, en Cataluña no; la conversión nacionalista ha resultado súbita. Estaríamos ante el caso excepcional de que un país llega a la independencia por un cambio brusco en sus convicciones nacionales, de tipo coyuntural. Lo nunca visto. Desde 1991 el independentismo en Cataluña se movía alrededor del 33%: sólo un par de años, cuando se hicieron las encuestas por teléfono, subió sustancialmente –¿pero las creencias dependen de que te llamen por teléfono?; las creencias no, sólo algunas encuestas, si hay presión social por medio–. Pues bien, de pronto el independentismo comienza a saltar, de año en año hasta el 55%: entre 2007 y 2012. Un caso asombroso. En sólo cinco años, un 66% más de independentistas. De que se haya producido un fenómeno tan asombroso depende todo el juego. Este salto coincide con el momento en el que estas encuestas las empezó a hacer un organismo dependiente de la Generalitat, pero no habrá que suponer que eso tenga influencia, lo que aumenta el enigma.
Segunda circunstancia misteriosa: la subida del independentismo no se refleja electoralmente. Hay muchos más independentistas que antes, dos tercios más, pero a la hora de votar no sube el nacionalismo. Su peso es similar al que tenía antes de que comenzase tal furor. ¿El nuevo independentismo se refugia en partidos que no son nacionalistas? Pues a lo mejor, dada su ambigüedad al respecto, aunque queda llamativo.
El 55% de la población catalana se declara independentista. Por eso se hace raro que en las elecciones sólo vote nacionalista el 30% del censo. Otro misterio. Ha de suponerse que toda la abstención es independentista, circunstancia improbable; o que lo son todos los votantes de CiU –los de ERC y CUP parecen claros– y buena parte del PSC y de IU. Todo puede ser, pero suena extraño.
¿Y si todo es efecto de la escenificación, capaz de ofuscar al taumaturgo y a los espectadores? ¿Si lo único que ha ocurrido es que el nacionalismo se ha radicalizado, a fuerza de agitarse, sin que el independentismo suba su peso? El principal cambio electoral de estos años ha sido que CiU pierda a favor del soberanismo radical, no que el nacionalismo suba. A lo mejor estamos ante un fenomenal espejismo, con esas proclamas según las cuales de libres viviremos mejor, los demás nos roban, en esta manifestación había tres millones y no trescientos mil. Que hacemos dos preguntas y a ver qué pasa. Que quizás tras echar el órdago, el opresor secular se aviene al diálogo y negociación y ya veremos.
La hipótesis de que detrás de todo esté una alucinación no le quita capacidad desestabilizadora a los ímpetus soberanistas. Se los acentúa, pues cuando uno se ha entregado a los imaginarios –y subvencionado– resulta un trauma retornar a la realidad. A nadie le gusta que los misterios gozosos se conviertan en los dolorosos y hará lo posible por no cambiar de rosario.