- Lo que parecía que iba a ser una inocente entrega de premios acabaría convirtiéndose en un asesinato premeditado
Estaba siendo un febrero inusualmente frío y Miss Ayuso miró al cielo con prevención, por si las nieves. A pesar de todo, había decidido acudir a la entrega del premio de alumna ilustre que su vieja alma mater, la Facultad de Ciencias de la Información de la Complutense, le había concedido. Pero algo no encajaba y sintió el mismo pálpito que le asaltó durante el caso que ha quedado consignado para la historia como el del Secretario General Destripador y que casi le cuesta su vida política. Meditabunda y bien arrebujada en su abrigo, llegó casi sin darse cuenta al viejo edificio en el que tantas horas había pasado estudiando y leyendo. Avanzó escudriñando las personas que se cruzaban a su paso. Demasiadas para un día lectivo tan inclemente, se dijo. Lo normal sería que estuviesen en el bar o en sus casas. Conocía sobradamente aquellas torvas expresiones que había visto en muchos otros lugares.
La marca de Caín, musitó recordando la última novela de Poirot. Decidida, sin embargo, a continuar con su propósito, se internó en los pasillos de la Facultad entre pancartas marxistas, comunistas amenazadores y la hez del hampa ideológica. Estaba acostumbrada a enfrentarse a tales elementos e incluso una parte de ella gozaba con el divertido deporte de atraparlos en sus propias redes, como cuando contribuyó a detener la carrera de Paul Church’s, el Zar del Inframundo Rojo.
Se encontró con los otros distinguidos con el mismo galardón, entre ellos el notable explorador de fama mundial, el Comodoro Ángel Expósito, inventor de una linterna que alumbra solamente con voluntad, tesón, honestidad y periodismo. Vestida para la ocasión con un traje negro, Miss Ayuso aguzó el oído. El griterío iba en aumento. Aquello era demasiado, incluso para reventadores habituales. “No se fíe, creo que los gritos y algaradas son la manta que oculta algo terrible” musitó quedamente al oído de Míster Expósito.
Vestida para la ocasión con un traje negro, Miss Ayuso aguzó el oído. El griterío iba en aumento. Aquello era demasiado, incluso para reventadores habituales
Sus temores no tardarían en confirmarse. Tras soportar la lluvia de despropósitos que intentaban echar sobre su cabeza, sin que se le moviera ni un solo rizo de su cabello, Miss Ayuso sonrió a las buenas gentes que estaban allí para manifestarle su estima y pidió imperiosamente que se guardase silencio. Con la misma serenidad con la que pediría una cerveza, se dirigió a los asistentes. “Señoras y señores, quisiera señalar que no me afecta que me hayan llamado asesina, entre muchas otras lindezas, desde el mismo instante en el que he puesto el pie en lo que debería ser aula del saber y del conocimiento y que veo lamentablemente convertida en escenario de viejos odios azuzados por los mismos de siempre”.
Algunas voces empezaron a murmurar de nuevo improperios en contra de Miss Ayuso pero un enérgico gesto de esta los calló en seco. “Si he querido estar presente, aun sabiendo que iba a producirse esta mascarada, es para denunciar lo que mucho me temo que no he podido impedir. Un asesinato”. Las voces de los reventadores se alzaron convertidas ahora en una terrible marea de rugidos en contra de nuestra protagonista. “Asesinato, sí – prosiguió imperturbable – y no soy yo la causante ni mucho menos la instigadora”. “Qué diga quién es el asesinado y quién el asesino, fascista, criminal, terrorista” repetían en salmodia terrible los perturbadores. Entonces, Miss Ayuso se dirigió hasta las candilejas del escenario y con gesto dramático mostró un cuerpo envuelto en nuestra enseña nacional que mostraba numerosas puñaladas. Un silencio sepulcral se apoderó de la sala. “Señoras y señores, he ahí el cadáver de la libertad de expresión. Sean mil veces malditos quienes la han asesinado y quienes lo toleraron”. Dicho lo cual, abandonó con una enorme tristeza aquella casa de aflicción.