Ignacio Camacho-ABC
- La visión de Estado de Arriola parece de otra época en este tiempo de vendedores de crecepelo y chamanes de feria
A Pedro Arriola le cayó encima el sambenito de ser el autor intelectual de la derecha acomplejada, precedente de otros estigmas radicales como el de ‘derechita cobarde’ o ‘liberalia’. En realidad nunca dio a los dos presidentes para quienes se desempeñó como consultor consejos relacionados con la ideología o la gobernanza: limitó su papel a indicaciones tácticas que extraía de encuestas, informes estadísticos y demás materiales de sociología aplicada. Sí es cierto que sus análisis electorales solían partir de la base empírica de que en España existe una mayoría social estable de centro-izquierda que sólo cambia cuando las políticas socialdemócratas se desgastan, y que por lo tanto la única oportunidad de la derecha reside en aprovechar esa circunstancia procurando no
movilizar al adversario con sobreactuaciones innecesarias. El arriolismo como tal es una especie de mito creado alrededor de la inacción marianista pero era Rajoy, no su gurú de cabecera, el que ante las tesituras críticas tendía a resolver los problemas escondiéndolos bajo su silla y sentándose encima. Y de Aznar se puede decir cualquier cosa menos que fuese alérgico a las decisiones expeditivas.
En todo caso, si el recién fallecido ‘spin doctor’ tuvo algo que ver en alguna derrota también le corresponde cierta responsabilidad en las victorias, dos de ellas abrumadoras. Y a diferencia de otros ‘spin doctors’ ahora de moda supo mantener una discreción juiciosa, distante, blindada en una reserva lacónica. Ese recato para instalarse en el segundo plano lo convirtió en un hombre de confianza para llevar a cabo comprometidos encargos y negociaciones donde se ventilaban cuestiones de Estado. Su otra gran cualidad, la principal acaso, era la inteligencia para descifrar cuadros de situación de un solo vistazo; la consolidación del liderazgo aznarista no se entiende sin su trabajo de prospectiva sobre el paso del PP de Fraga a un proyecto nacional de cambio moderado. Interesado en los panoramas de fondo desdeñaba el ruido, la estridencia, la propaganda y el ‘relato’, al punto de que las técnicas del neopopulismo le pillaron a trasmano y ante la eclosión de los nuevos partidos cometió un importante error de cálculo. Minimizó a Podemos y no vio venir la moción de censura ni el auge de Ciudadanos, aunque a esas alturas su jefe tampoco era un portento de olfato.
Con más aciertos que fallos y más virtudes que defectos, fue durante casi tres décadas un personaje clave que entre los bastidores del poder -y de la oposición- contribuyó a crear la derecha moderna. Una figura solvente, sobria, con visión larga, que parece de otra época en este tiempo de vendedores de crecepelo y chamanes de feria. Su momento fue el del bipartidismo, y eso ya es historia. Pero también lo es que su trabajo en la sombra resultó decisivo para instalar a dos clientes consecutivos en La Moncloa.