ABC 22/05/17
JUAN MANUEL DE PRADA
· Iglesias quiere sobre todo poner en un brete a los socialistas, creando tensiones en su seno que acaben de darle la puntilla
CUANDO Felipe González presentó su moción de censura sabía, como lo sabe hoy Pablo Iglesias, que iba a ser rechazada. Pero de aquellos largos debates parlamentarios que mantuvieron a España en vela, González salió ungido como única alternativa política. La moción de censura fue para González un talismán: provocó entre sus adversarios un terror supersticioso que ya nunca lograrían espantar; y a sus seguidores los enardeció de entusiasmo, imbuyéndoles una confianza ciega en el triunfo próximo.
Este mismo efecto intimidante y enardecedor es el que Pablo Iglesias espera provocar con su moción de censura. Pero Pablo Iglesias sabe que la España de hoy es muy distinta a la de hace treinta y siete años, que se asomaba a las liturgias parlamentarias recién estrenadas con curiosidad y reverencia, con ese temblor del doncel a punto de ser desvirgado. Hoy esas liturgias parlamentarias están gastadas; y la España de hoy las contempla con esa tristeza hastiada y bestial con la que se contempla la enésima película porno. Pablo Iglesias, que no se chupa el dedo, sabe perfectamente que, si reduce su moción de censura a una liturgia parlamentaria, tiene muchas más posibilidades de repetir el fiasco ridículo de Hernández Mancha que hoy nadie recuerda (salvo Hernández Mancha, pues arruinó su carrera política) que de renovar el éxito diferido de Felipe González. Por eso Iglesias quiere reinventar la moción de censura. Resultó, en verdad, muy llamativo el tono que Pablo Iglesias imprimió a su discurso del sábado ante la muchedumbre congregada en la Puerta del Sol. No menos de cincuenta veces repitió las palabras «patria» y «España», banderas desdeñadas lo mismo por socialistas que por peperos. Pablo Iglesias pretende que esta sea la moción de censura de un «país mejor que su parlamento», una moción de censura con pálpito constituyente, en la que una soberanía popular que juzga secuestrada por oligarquías corruptas sea recuperada por «una España que pide paso». Aparentemente, el objetivo de los dardos de Pablo Iglesias es el partido en el gobierno, a quien califica sin ambages de mafia dedicada al saqueo; pero Pablo Iglesias quiere sobre todo poner en un brete a los socialistas, creando tensiones y contradicciones en su seno que acaben de darle la puntilla, tras los desgarramientos de las primarias.
Iglesias quiere que el rechazo de su moción de censura se muestre, a los ojos de ese «país mejor que su parlamento», como un contubernio de oligarquías en su afán por mantener secuestrada la soberanía popular. Y aspira a que el fracaso parlamentario movilice a ese «país que es mejor que su parlamento» contra las oligarquías, ungiéndolo como única alternativa política. Iglesias desea que esta moción de censura actúe como uno de esos «llamamientos morales, íntimos, misteriosos, informulados» –son palabras de Galdós definiendo el movimiento popular del 2 de mayo de 1808– con vocación constituyente.
Así espera lograr un efecto a la vez enardecedor (entre sus seguidores) y desmoralizante (entre sus adversarios). La moción de censura no la presenta en el parlamento, sino en la calle. Iglesias quiere convertir una liturgia parlamentaria archisabida y viejuna en una nueva liturgia popular, entre la algarabía y la algarada. Yo diría que Iglesias, mediante esta moción de censura, está intentando lo mismo que intentó Catilina, tan denostado por Salustio y Cicerón. Pero la España de hoy tampoco sabe quién fue Catilina, pues la han dejado sin latín en la escuela; de modo que Iglesias podrá seguir ejecutando su estrategia sin que nadie se entere. Y hasta es posible que su moción de censura resulte, como la de González, un éxito diferido.