Ignacio Camacho-ABC
- La moción contenta a esa parte de la derecha que empieza a conformarse con una ensimismada versión del «manque pierda»
Si planteas un debate y lo empiezas diciendo que no se trata de una operación de marketing, la gente ve a alguien tratando de justificar una operación de marketing. El error de novato lo cometió de salida Ignacio Garriga, cuyo discurso pareció en general más fresco que el de su jefe; más apegado a la realidad, más preciso, menos hiperbólico y faltón, más digerible o quizá simplemente más corto, que no breve. Sucede que él mismo estaba allí, en vez de Olona o Espinosa de los Monteros, para lanzar su propia campaña como candidato en Cataluña. O sea, como protagonista secundario…de una operación de marketing.
En nuestro ordenamiento constitucional, la moción de censura es más una moción de remplazo que de desalojo. Para formular reproches al Gobierno hay sesiones de control, reprobaciones y otros formatos estipulados en el reglamento del Congreso. Sin embargo para sustituirlo es menester una mayoría alternativa que Vox no tiene en la Cámara ni en la calle, por lo que lo de ayer fue, además del dichoso marketing, un mero desahogo para muchos votantes de derecha y hasta de centro que comparten, si no los altisonantes adjetivos de Abascal, sí el fondo de sus críticas, vertidas por ellos mismos en las redes sociales, en la mensajería del móvil o en las tertulias de bares y oficinas. Pero un líder que aspira a dirigir la nación ha de ser algo más que un comentarista de los problemas que sufrimos cada día.
En su larguísimo alegato, Abascal dijo verdades clamorosas enfatizadas con su tono bizarro, y las mezcló con conceptos importados del populismo trumpista americano: el sabotaje vírico de China, la conspiración globalista de Soros y, sobre todo, un antieuropeísmo primario. Fallo. Los españoles saben que sólo Europa puede salvarnos de los estragos del sanchismo y su atrabiliaria colección de aliados. Por ahí quizá le haya abierto al PP la puerta de responsabilidad por la que escapar de una encerrona destinada a emparedarlo, como demostró Sánchez al dedicarle la mitad de su turno de réplica… a Casado. Radiante de cinismo, el presidente de la coalición de radicales llegó a blandir contra la oposición la última encíclica del Papa Francisco, que dudosamente habrá leído. Está encantado con la oportunidad de posar -su juego favorito- como un centrista sensato y comedido mientras invade el poder judicial, proyecta una ley de eutanasia y blanquea la sangre en la que nada Bildu.
Y sí, una parte del electorado conservador andará hoy muy contenta. Ha oído lo que quería oír, una arremetida ardiente y enérgica contra la dañina alianza del separatismo y la izquierda y contra la gestión embustera e incompetente -criminal, dijo el postulante- de la pandemia. Pero nada va a cambiar salvo acaso una leve correlación de fuerzas en esa derecha que, a falta de esperanzas ciertas, empieza a conformarse con su ensimismada versión del «manque pierda».