Jon Juaristi-ABC

  • La España actual poco tiene que ver ya con la que se enfrentó a ETA

El Gobierno ofrece diferentes estilos. No es el mismo, por ejemplo, el tono medio de Celaá, alusivo, insinuante y sesgado (jesuítico, diría quizás alguien que como ella y como yo hubiera estudiado en Deusto), y el de Ábalos, que, es evidente, no estudió en Deusto y entra a los asuntos como un picador enfurecido. Los estilos son varios, e incluso variopintos, pero el modelo argumentativo es idéntico. No hay que ser un especialista en retórica para percibir la unidad subyacente al modelo Padre Basterra en la primera y al modelo Jimmy Hoffa en el de Transportes. Esa plantilla común la conocemos todos los nacidos antes del fin de siglo, aunque se nos vaya desdibujando con el tiempo. Es el paradigma que, por abreviar, llamaré Txapote, y que consiste en echar tus muertos al enemigo siempre y contra toda evidencia.

No es nada nuevo, insisto. Se trata de la inveterada fórmula del terrorismo: si no acatas sin chistar mis condiciones, serás culpable de las muertes que se produzcan de aquí en adelante. Así procedió ETA, por ejemplo, cuando secuestró y asesinó a Miguel Ángel Blanco entre el 10 y el 12 de julio de 1997. Ahora bien, como es obvio, ETA no había cesado de endosar al «Estado español» (o sea, en su jerga, a España) la responsabilidad de todos los asesinatos cometidos por la banda desde que comenzó a especializarse en el oficio.

Con todo esto no quiero decir -porque hay que explicarlo todo, dada la abundancia de memos (y memas)- que los socialcomunistas del Gobierno sean lo mismo que ETA. Quede claro que no lo son, de la misma forma que Celaá no es Ábalos, no sé si me hago entender. Pero, de que han aprendido lo suyo del estrecho trato con los etarras, de eso, no me cabe la menor duda. El Paradigma Txapote parece ser lo primero que se aprende y lo más provechoso y asumible, según todos los indicios, desde el punto de vista de la izquierda.

Curiosamente, una gran mayoría de los españoles no transigieron con dicho paradigma el 12 de julio de 1997, y su rápida reacción al chantaje derivó en lo que se dio en llamar el Espíritu de Ermua (en el que vinieron a concurrir gentes tan distintas en ideas y posiciones políticas como, por ejemplo, el periodista José María Calleja, cuya muerte he sentido hondamente, y María San Gil). Veintitrés años más tarde, la situación es muy distinta. Para empezar, no se reconoce el modelo Txapote ni aunque te lo pongan delante de las narices, amenazándote con echarte encima todos los muertos venideros del coronavirus si no dices amén amén a la prórroga del estado de alarma, vulgo de excepción (a pesar de que, como pasó con ETA antes del secuestro de Miguel Ángel Blanco, ya hubieran puesto a tu cuenta todos sus muertos previos). Lo que recuerda aquellas cuestiones que, en palabras de Stephen Greenblat, indujeron a Shakespeare a escribir sus grandes tragedias históricas sobre el único tema de la tiranía: «¿Por qué iba alguien a dejarse arrastrar hacia un líder que a todas luces no está capacitado para gobernar, hacia alguien brutalmente impulsivo, o brutalmente manipulador o indiferente a la verdad? ¿Por qué unas personas, que por lo demás sienten orgullo y respeto de sí mismas, se someten a la mera desfachatez de un tirano, a su convicción de que se puede decir y hacer lo que le parezca, a su indecencia más escandalosa?». Cuestiones estas, para nuestra desgracia, tan pertinentes en la España del presente como en la Inglaterra isabelina y, hoy como entonces, tan difíciles de responder. Porque el misterio de la iniquidad no reside tanto en los déspotas, por lo general unos mangantes banales, como en quienes, siempre en palabras de Greenblat, se convierten en sus seguidores ardientes.