La gestión del Gobierno López, por correcta que sea, difícilmente se percibirá como meritoria; mientras que el más mínimo revés adquiere tintes dramáticos. Gobernar requiere atender el día a día con tanta intensidad que deja poco margen y energía para esas otras intenciones con las que al gobernante le gustaría hacer historia.
El anuncio de que el Gobierno de Patxi López pospone el calendario con el que quiso trasladar el cambio al orden legislativo se ha convertido esta semana en una noticia sorprendente por la naturalidad con la que el Ejecutivo socialista ha reconocido el retraso y la sinceridad de su explicación al admitir públicamente que se debía a su falta de experiencia. Todo un síntoma. Un Gobierno de valores decidió convertirse en un Gobierno de leyes mientras se ufanaba de mejorar la gestión de los asuntos inmediatos. Las restricciones presupuestarias derivadas de la crisis le dejaron sin el aliento que hubiese precisado para impulsar nuevos proyectos. Claro que los gobiernos tienden a abaratar los costes económicos de su iniciativa política promulgando leyes, como si las ideas plasmadas en el boletín oficial correspondiente no costasen dinero. Véase la Ley de Dependencia de Zapatero.
Pero si los valores democráticos que trataba de representar el Gobierno del cambio se han asentado -aunque no tanto o de la manera en que hubiesen querido sus promotores-, el aplazamiento de los proyectos de ley a la segunda parte de la legislatura no supone tan solo el incumplimiento de una promesa; refleja sobre todo la carencia de una mayoría parlamentaria que interprete al unísono las «políticas de cambio», y cuya sola voluntad pudiera acelerar la elaboración y tramitación de las veinte normas pospuestas.
El Gobierno López se encuentra en un momento crítico. No porque esté haciendo las cosas mal a ojos de la ciudadanía. Aparte del estrépito general de la crisis, el año y medio que lleva no ha sido especialmente accidentado. Ocurre sencillamente que su gestión de los asuntos públicos, por correcta que sea, difícilmente se percibirá como meritoria; mientras que el más mínimo revés adquiere tintes dramáticos. Además resulta imposible realzar las virtudes de la gestión cuando la crisis empequeñece tanto al poder político. El problema de llegar al Gobierno es que hay que atender el día a día con tanta intensidad que deja poco margen y casi ninguna energía para esas otras intenciones con las que al gobernante le gustaría hacer historia.
La misión llamada «del cambio» ha quedado poco menos que agotada en lo que la política puede dar de sí, en tanto que nadie es capaz de moldear la sociedad a su imagen y semejanza desde un poder necesariamente limitado. La metáfora la ha aportado esta misma semana el consejero Ares, al avanzar ante el Parlamento vasco sus previsiones para revisar después del terrorismo la reorganización que pretende impulsar en la Ertzaintza, cuando hace tan solo un año cuestionó la tarea desarrollada por el anterior Ejecutivo bautizando la división anti-terrorista. Prolongar la misión obligaría a los socialistas a asegurar la extensión de su alianza con los populares al conjunto del entramado institucional tras los comicios locales y forales de mayo próximo, y comprometerse desde ya a reeditarla tras las autonómicas de 2013. Pero el estado de necesidad que los socialistas pudieron esgrimir en marzo de 2009 para aliarse con los populares se ha ido desvaneciendo gracias, precisamente, a que la alternancia se hizo posible y a los efectos inmediatos de la acción de gobierno. Es justamente la normalidad alcanzada tras la habilitación del PP como protagonista principal de la vida política vasca y tras acabar con los espacios de impunidad en los que se movía el entorno de ETA la que obliga al Gobierno al ejercicio de una política con apariencias de anodina.
El nacionalismo, que no acaba de asumir la legitimidad del pacto que le apeó de Ajuria-Enea, dibuja la situación como algo transitorio, y así lo viene transmitiendo a la opinión pública. Es una sensación que cala en el ambiente. Pero ¿acaso no lo viven también así socialistas y populares? El horizonte próximo, el de la formación de las mayorías que salgan de las urnas de mayo, el del gobierno que resulte de las autonómicas dos años después, se ha convertido en tema tabú. Qué decir de los efectos de una eventual alternancia en La Moncloa tras las generales de 2012. Lo cual denota tanto la falta de una perspectiva común entre los socios preferentes como la necesidad de los socialistas vascos de posponer todo debate sobre el futuro de sus alianzas con el inapelable argumento del «ya veremos».
Es esto último lo que les lleva a agazaparse instintivamente, porque no pueden afrontar la discusión sobre los acuerdos postelectorales sin poner en cuestión su actual compromiso de gobierno, e intentan así obviar un interrogante que en realidad les tiene cogidos. Tras los comicios de mayo el PSE-EE podría ocupar un espacio tan centrado que le permitiera participar en el diseño de una geometría variable en cuanto a los acuerdos de gobierno para los distintos ayuntamientos y diputaciones. Pero probablemente le falten tres o cuatro puntos más de representatividad para que tal opción no tensione, seriamente y en el ecuador de la legislatura, las relaciones en la mayoría parlamentaria que aseguró la designación de Patxi López como lehendakari.
La cosa tiene difícil solución. El PSE-EE no podía renunciar a gobernar tras las autonómicas de marzo de 2009, y ahora se encuentra tan atrapado que solo un éxito arrollador en los próximos comicios -algo más que improbable- podría librarle del fatal debate sobre su propia identidad cuando peor le van las cosas al PSOE.
Kepa Aulestia, EL CORREO, 4/12/2010