Fernando Vallespín-El País

Sea como fuere, si lo que queremos es una democracia excelente para España, cuanto más nos dividamos más nos alejaremos de ese ideal

Basta volver a ver la película Casablanca para renovar la emoción ante la famosa escena en la que todo el Bar de Rick comienza a entonar La Marsellesa. Para eso no hace falta ser francés. En ese contexto específico, el himno es un canto a la libertad frente a la dictadura. Por eso el ideal de la república está tan inexorablemente unido a la democracia. Esto lo tenemos tan interiorizado, que si nos hacen la pregunta de qué preferimos, si una república o una monarquía la respuesta es casi mecánica: una república. La cosa cambia si empezamos a concretar lo que entendemos por una u otra. ¿Qué sistema político prefiere la monarquía parlamentaria de Noruega o Suecia o la república de Turquía o de China? Aunque la cosa cambiaría si metemos a la monarquía saudí en la comparación. Las razones las conocemos todos. Ya se trate de monarquías o repúblicas, lo importante es su funcionamiento democrático.

Curiosamente, sin embargo, en teoría política tendemos a privilegiar las democracias en las que prevalece el espíritu “republicano”, entendido en el sentido de republicanismo cívico. Serían aquellas que gozan de eso que en algún lugar he denominado el triple círculo virtuoso: liderazgos responsables, virtudes ciudadanas y sentido de comunidad. Pueden añadirle muchos otros atributos de los que caracterizan a las democracias de mayor calidad y verán que las monarquías parlamentarias escandinavas ―y la holandesa— están en lo más alto a este respecto en todos los rankings que miden el valor de cada sistema democrático. Se da, pues, la paradoja, de que las mejores monarquías son también, curiosamente, las más “republicanas” en el sentido que acabo de dar al término. Lo importante no es, de nuevo, el ser monarquía (parlamentaria) o república (democrática), sino el grado de republicanismo cívico.

Y llegamos al punto decisivo. ¿Esos países que acabo de mencionar poseen todos esos atributos positivos por ser monarquías parlamentarias? Seguramente no, porque otros países republicanos puntúan igual de alto. La pregunta habría que formularla entonces de manera distinta: ¿qué hizo que allí sobreviviera la monarquía y en otros países democráticos no? Y la respuesta hay que buscarla en la historia, probablemente en la fórmula específica en la que se hizo el tránsito desde el antiguo al nuevo régimen. Y lo que nos encontramos es que en ellos predominaron las fórmulas pactadas y no divisivas entre las nuevas y las viejas élites. El sistema monárquico pudo sobrevivir quedando como un residuo de lo viejo, que contribuyó a reforzar el sentido de comunidad nacional, a la vez que se hizo compatible con la soberanía popular y el régimen parlamentario. Y ese temprano acceso al modelo democrático aseguró que con el tiempo fueran calando las virtudes democráticas.

En España no tuvimos ni una cosa ni otra hasta la Transición, y también fue pactado. Ahora es un pacto que se pone en entredicho en muchos de sus aspectos. La pregunta es si a las múltiples fuentes de división queremos añadir ahora la de la forma de Estado para subir aún más el diapasón de la tensión política. Sobre todo, porque aquello de lo que nos deberíamos ocupar es de desarrollar nuestro deficiente republicanismo cívico, y este supone también un mayor nivel de exigencia para la monarquía. Sea como fuere, si lo que queremos es una democracia excelente para España, cuanto más nos dividamos más nos alejaremos de ese ideal.