Agustín Valladolid-Vozpópuli
Los que con mayor ahínco fuerzan el debate, empezando por los independentistas, no tratan de sustituir a la Monarquía por la República, sino por el vacío: nuestro mayor fracaso colectivo desde 1936
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, la República Italiana ha tenido doce titulares. La edad media de los presidentes italianos en el momento de acceder al cargo es de 72,3 años, y subiendo. Los que más edad tenían cuando tomaron posesión del antiguo palacio papal del Palazzo del Quirinale fueron el socialista Sandro Pertini, que lo hizo con 82 años, y el comunista Giorgio Napolitano, con 81. El actual, Sergio Matarella, fue elegido en febrero de 2015 con 74 años y acaba de cumplir los 79. Italia siempre ha entendido el valor político de la gerontocracia. Personas de contrastado prestigio, de comportamiento casi siempre intachable que ya no tienen nada que perder, que no le deben nada a nadie, y cuya principal aspiración es pasar a la historia por haber prestado un buen servicio a su país. Fue precisamente el más joven en ocupar el sillón que estrenara provisionalmente Alcide de Gasperi en 1946, el democristiano Francesco Cossiga (57), el de gestión más polémica y cuestionada.
Napolitano puso en su sitio en más de una ocasión a Silvio Berlusconi. Matarella se las tuvo tiesas con Mateo Salvini y el Gobierno populista formado por la Liga y el Movimiento Cinco Estrellas. Porque podían. Porque en los presidentes de la República, la Constitución italiana deposita un poder moderador que permite bloquear nombramientos -como hizo Matarella cuando Di Maio y Salvini quisieron nombrar un ministro de Economía abiertamente contrario al euro-, impulsar consensos, activar iniciativas legislativas. No son depositarios de la grandeur casi absolutista del presidente francés, pero tienen las herramientas necesarias para, apoyados en una experiencia contrastada, cumplir con el que en definitiva es el principal encargo que los italianos han puesto en sus manos: alertar sobre comportamientos que fomenten la confrontación social; impedir decisiones de los gobiernos que impugnen abiertamente los principios de libertad, progreso e igualdad protegidos por la Constitución.
Nos queda mucho para plantearnos en serio un cambio de régimen. Ni tenemos banquillo ni nuestra clase política está capacitada para liderar un cambio de tal envergadura
España se quedó fuera del Plan Marshall y de los aires de libertad que inundaron Europa tras la derrota del Eje. Italia nos saca una ventaja de 35 años en términos de ejercicio democrático, por muy imperfecto que este haya sido en determinados tramos de su historia reciente. Italia tiene banquillo de sobra para surtir con garantías las necesidades del sistema republicano. España no. Nos queda mucho para plantearnos en serio un cambio de régimen. Ni tenemos banquillo, ni, lo que es mucho peor, contamos con la clase política capacitada para liderar un cambio de tamaña naturaleza. Cualquier intento que se diera hoy en esa dirección sería suicida. Porque no es verdad, no podemos engañarnos. Los que con mayor ahínco fuerzan el debate no tratan de sustituir a la Monarquía por la República, sino por el vacío. Y lo saben. El objetivo no es promover de forma ordenada un referéndum constitucional, sino ante la dificultad de un pacto de lealtad entre los grandes partidos, bloquear a Felipe VI y acelerar el descrédito de la Corona para provocar un desierto institucional que acabaría desembocando en una monumental crisis de Estado.
Esa es, sin ir más lejos, la gran esperanza y el principal propósito del independentismo; propósito que comparte el populismo radical de izquierdas y alimenta el republicanismo biempensante de una izquierda naíf que nada tiene que ver con ese otro republicanismo que, representado por Carrillo, Rubial, La Pasionaria, Tierno Galván o Alberti, entre otros muchos, comprendió la imposibilidad de instaurar la república después de Franco y, desde la generosidad que alimenta la experiencia, apoyó la Monarquía constitucional y parlamentaria como la línea más recta hacia la reconciliación.
Y son ahora esos republicanitos recién salidos del botellón los tontos útiles que con mayor entusiasmo colaboran en la estrategia de debilitamiento del Estado en la que están empeñados los Junqueras, Puigdemont y demás familia. Son esos republicanos nominales, que no tienen ni la menor idea de quiénes fueron Azaña, Ortega, Besteiro o Calvo Sotelo, los que, cuando salen con la tricolor a la calle cantando eso de “los borbones son unos ladrones”, allanan el camino a los golpistas y empujan a los ciudadanos cuyos intereses dicen defender a una disputa prematura, estéril y, con toda seguridad, socialmente dañina.
Sánchez y Casado pueden discrepar en todo lo que estimen conveniente, pero no en esto. Deben cerrar este capítulo y hacer una defensa conjunta y contundente de la Corona
Lo anticipamos aquí cuando se veía venir: “El Rey emérito ya es caza menor; el objetivo es Felipe VI”. La maniobra de defensa de quienes fueron beneficiarios directos de Juan Carlos I pasa por el reconocimiento de sus propias transgresiones, que son las que han llevado a su imputación por parte de la Justicia helvética, pero también por la exhibición mediática de un chantaje sostenido por las presuntas infracciones cometidas por el rey emérito, una estrategia de tierra quemada y de difícil marcha atrás que coloca a la Corona en la que probablemente sea la situación más delicada desde su reinstauración tras la muerte del dictador.
No hay que negar la evidencia; el asunto es grave y podría serlo más si se entorpece la acción de la Justicia, única salida compatible con la reparación eficaz de los graves desperfectos ocasionados y requisito imprescindible para la reposición de la que para muchos ha dejado de ser una verdad sin matices: que Felipe VI no es Juan Carlos I.
Hay que dejar actuar a la Justicia, pero no solo. En un momento de extraordinaria gravedad económica y social, cuando el desempleo amenaza con excitar aún más la ya de por sí natural tendencia de los extremos hacia la práctica desaforada de la demagogia; cuando crecen las dudas entre nuestros socios sobre la capacidad de la gris clase política española para gestionar con eficacia el maná de los 140.000 millones, y la creciente polarización política anuncia el definitivo extravío de toda cordura, el mayor peligro es el que acarrea la tentación de romper viejos consensos y utilizar banderas e instituciones para soslayar la responsabilidad de cada cual en lo que podría llegar a ser nuestro mayor fracaso colectivo desde 1936.
Pedro Sánchez y Pablo Casado pueden discrepar en todo lo que estimen conveniente, pero no en esto. No tienen derecho a hacerlo. Son jóvenes y les falta la experiencia, pero deben cerrar este capítulo y hacer una defensa conjunta y contundente de la Corona. Porque no hay banquillo. Porque no hay alternativa. O, mejor dicho: porque la alternativa es el caos.