Carlos Sánchez-El Confidencial

  • La política española es ruido. Se impone lo inane. El santo y seña son polémicas estériles que se van sucediendo de forma ininterrumpida. Los problemas de fondo siguen ahí

A finales de 2008, cuando la crisis había roto ya las costuras de la economía española, un asesor de Rodríguez Zapatero se desesperaba porque el expresidente era incapaz de imponer su agenda pública. Lo que pretendía el expresidente, mal asesorado por sus expertos en comunicación política, era que la opinión pública se distrajera con asuntos poco relevantes o, incluso, intrascendentes para que no se hablara de la crisis ni de la ‘cuestión social’, que se decía en tiempos de la II República. El resultado, como se sabe, fue un desastre. Zapatero, un pésimo estratega, reconoció la crisis tarde y mal, lo que retrasó la toma de muchas decisiones que hubieran podido aligerar las desgracias de millones de familias. 

La distancia entre la realidad y la ficción política tiene una larga tradición. No es, desde luego, un asunto reciente. París llegó a ser bautizada como la corte de los milagros, término que posteriormente utilizó Valle-Inclán para hacer un retrato de la España isabelina, porque sucedían hechos extraordinarios. Lo milagroso era que cada mañana llegaban en tropel a la capital francesa procedentes de los arrabales cientos de tullidos, muchos ciegos y un buen puñado de parisinos seriamente lisiados. Al anochecer, cuando la claridad del día no daba más de sí, volvían a los andurriales después de ejercer la mendicidad, aunque ya aliviados de tanto sufrimiento. La llegada de la noche había obrado el milagro. Justo hasta la mañana siguiente, cuando a la luz del día la misma legión de harapientos volvía a padecer todos los males posibles para justificar la entrega de una limosna. 

El PP se radicaliza a la velocidad que el partido de Abascal ha ido creciendo, y eso explica que Génova funcione hoy mirando el retrovisor

París, como se sabe, solo despertó cuando alguien le dijo a Luis XVI que aquello no era una revuelta, sino una revolución, y desde entonces, con el advenimiento de los Estados modernos, la política se ha depurado tanto que una de las claves de cualquier gobernante es poner sobre la mesa una agenda pública que le favorezca.

Eso es lo que hizo Sánchez desde la moción de censura: airear a la opinión pública asuntos que buscaban, fundamentalmente, alimentar electoralmente a Vox —en línea con lo que hizo Mitterrand en Francia con el Frente Nacional— para poner en apuros a un Casado recién llegado mediante torpes guerras identitarias o culturales que en realidad eran una cortina de humo. Lo logró. El PP se ha ido radicalizando a la misma velocidad que el partido de Abascal ha ido creciendo, y eso explica que hoy Génova funcione con la política del retrovisor. Sus decisiones no solo tienen que ver con la función clásica de un partido de oposición, sino que están guiadas para recuperar el voto perdido que se ha ido a la extrema derecha.

Estrategia con Garzón

Ese escenario es el que buscaba Sánchez, y gracias a eso el PP se desangró en las elecciones generales de 2019, pero es, paradójicamente, el mismo que ahora le pesa al presidente del Gobierno como una losa. Justo cuando, en su viaje al centro, quiere ahora aparecer como el punto de equilibrio entre dos extremos radicalizados, lo que explica su estrategia agresiva con Garzón. No así con Yolanda Díaz, a quien necesita para que UP no se hunda en las encuestas y eso dé alas a las derechas en las circunscripciones donde se corta el bacalao, que son las más pequeñas. 

La polarización política buscada por Moncloa —propia de personajes mediocres como Iván Redondo— hace que hoy sea imposible crear una agenda pública constructiva entre los dos partidos mayoritarios del arco parlamentario, lo que hace que el país se enzarce periódicamente en polémicas estériles con el único propósito de desgastar al adversario. No se busca un debate sosegado, sino simplemente hacer ruido para marcar posiciones ideológicas. Debates largos, tediosos y banales que necesariamente recuerdan a aquellas discusiones medievales sobre el sexo de los ángeles.

La mayoría de los medios de comunicación, claramente alineados a través del periodismo meramente declarativo, contribuyen al empeño de forma animosa y hasta militante, y eso explica que hasta un asunto de Estado como es el reparto de miles de millones de euros esté en el centro de la disputa partidista. Pero no para repensar lo que ha fallado o para analizar qué se puede hacer para gestionar mejor los fondos, sino para hacer sangre. Y no digamos en una cuestión como las macrogranjas, que dan para un entretenido sainete de Arniches, y en el que el único que ha salido bien parado es Garzón por su coherencia. 

Sánchez es el primer responsable del desaguisado por no haber sido capaz de crear un clima de entendimiento con el principal partido de la oposición o, al menos, intentarlo. Sabiendo que este era un asunto muy dado a la demagogia, debería de haber creado diferentes comités de evaluación independientes como se ha hecho en otros países. Pero también Casado se equivoca si piensa que jugando en el mismo campo de juego que Vox —política de alaridos y de marcar terreno— va a comerse al partido de Abascal. Albert Rivera lo intentó y hoy Ciudadanos es un zombi político. 

Poner en la agenda pública los temas que realmente importan, no aquellos que son fruto de la ficción política o del interés de los grupos de presión (como es el caso de la ganadería intensiva), no es un asunto menor. Es, de hecho, lo más relevante en la acción política, toda vez que permite identificar las principales preocupaciones de los ciudadanos, que en demasiadas ocasiones no coinciden con las que plantean los aprendices de brujo que observan la realidad social como si estuvieran en el ala oeste de la Casa Blanca.

Los sediciosos

El economista Robert Reich, que fue secretario de Trabajo en los tiempos de Clinton, ha escrito recientemente un artículo sobre cómo influyen los grupos de presión en la formación de la agenda pública, y los resultados no pueden ser más dramáticos. Para ello, utiliza los resultados de un estudio realizado por Ciudadanos por la responsabilidad y la ética de Washington (Crew, según sus siglas en inglés). La oenegé estadounidense ha acreditado que desde que hace ahora un año una turba irrumpió en el Capitolio, un total de 717 corporaciones y grupos industriales han donado más de 18 millones de dólares a 143 de los 147 miembros del Congreso que se opusieron a reconocer los resultados de las elecciones presidenciales de 2020. 

Boeing, Koch Industries, American Crystal Sugar, General Dynamics y Valero Energy son las corporaciones que han hecho mayores donaciones a quienes negaron el triunfo de Biden, aunque lo más singular es lo que ha sucedido después. Muchas empresas dijeron que cerraban el grifo en aras de salvar la democracia y dejarían de realizar aportaciones a los sediciosos. Entre ellas, Aflac, Ford Motors o Valero Energy, pero hoy estas tres empresas han contribuido con más de 300.000 dólares a la causa de los mentirosos, incluidos los legisladores que forman parte de los comités con poder sobre los intereses de esas mismas empresas. Las corporaciones que se comprometieron a detener o pausar sus donaciones han entregado en total casi 2,4 millones de dólares a quienes no quisieron desmarcarse de la desquiciada estrategia de Trump. 

La conclusión de Reich es que el capitalismo y la democracia solo son compatibles si la democracia está en el asiento del conductor 

El problema de fondo, viene a decir Reich, un reputado economista, es la capacidad de influencia de determinados sectores económicos en la agenda pública. Y pone como ejemplo que en las últimas cuatro décadas los impuestos que pagan las grandes corporaciones no han dejado de descender. La protección a los consumidores y a los trabajadores, aunque en un sentido político distinto, también se ha degradado, mientras que las agresiones al medio ambiente no han hecho más que crecer. Las leyes antimonopolio son, en muchos casos, una ficción y muchas megacorporaciones no se enfrentan a ninguna competencia. Su conclusión es que el capitalismo y la democracia solo son compatibles si la democracia está en el asiento del conductor. 

En España no existe un sistema de donaciones como el estadounidense, pero solo hay que observar la evolución de muchos asuntos de la actualidad política para visualizar la capacidad de influencia de los grupos de presión en la agenda pública: defensa a ultranza y sin sentido de las macrogranjas, que es lo más reciente, nula revisión de la política energética o resistencia numantina a modernizar la imposición patrimonial, que es uno de las asignaturas pendientes del sistema tributario.

Funcionarios de partido

Es probable que el problema de fondo tenga que ver con la incapacidad del parlamento de gestionar su propia agenda pública. Sin duda, porque sus miembros no actúan como diputados o senadores con autonomía política, sino como funcionarios del partido, lo que hace que las preocupaciones más inmediatas de los ciudadanos se obvien. 

El resultado, como puede ser de otra manera, es una serie de debates estériles y sin sustancia que no van al fondo del asunto, sino que se van sucediendo unos a otros como si la política fuera un serial televisivo o un simple alimento para la polémica nacional. Ni ha habido un debate profundo sobre la reforma del sistema de pensiones ni siquiera sobre la reforma laboral, que se ha dejado al albur de los legítimos intereses de sindicatos y empresarios, pero que no tiene nada que ver con una verdadera discusión sobre el modelo de relaciones laborales.

Tampoco la arquitectura institucional del Estado o la política sanitaria se ha visto favorecida por una discusión serena pese a la pandemia. En su lugar, solo hay ruido vano e inútil. Improductivo para un país que tiene muchas carencias. Hasta Castilla y León, con graves problemas estructurales, es rehén de una estrategia que pretende convertir en nacionales unas elecciones regionales, lo que sin duda es la peor manera de dar respuesta a la célebre pregunta: ¿qué nos pasa? 

Ni que decir tiene que eso lleva a discusiones esperpénticas y a imágenes que dan auténtica vergüenza ajena. Simplemente, porque el asesor de turno le ha dicho al líder para el que trabaja que es rentable electoralmente posar rodeado de cerdos o de vacas. Pura inanidad que explica que hasta el España 2050, que hubiera sido un buen punto de partida para una discusión intensa y honesta sobre el modelo de país que queremos, ha acabado siendo un mero trámite administrativo del que ya nadie se acuerda. No lo hace ni el propio Ejecutivo que lo inspiró. Los grupos de presión tienen el campo abonado para seguir dictando la política del Gobierno o de la oposición de turno. El prestigio de la política encoge un poco más.